Aquella mañana de viernes, al compás del sol emergente, se subió en su automóvil. Después de hacer tres intentos, consiguió arrancarlo y cruzó los dedos para que no tuviera otra avería durante el trayecto. Notó contraerse la tripa cuando la perspectiva de una segunda visita al taller le llevó a recordar el saldo de setecientos euros en el banco.
Tenía previsto invertir todo el día en un viaje de ida y vuelta. Lo haría solo, como había estado las últimas jornadas tras la apertura del testamento ante el notario, al principio de la semana. Aún sentía la avalancha de hielo picado que el hombre de impecable traje leyó desde su butaca, atrincherado detrás de una mesa de madera maciza. No entendió el ninguneo que el abuelo le tenía reservado en aquel escrito. «De entre todos mis nietos, tú eres el que mejor me entiende», era la frase que en su recuerdo punzaba el ánimo. Ni rastro de dejarle en herencia la cabaña, como alguna vez le dijo el abuelo, cuando era un niño. La opresión en el pecho no le impidió observar las sonrisas de satisfacción de Carlos y Olalla, los hijos de tía Rudy, que estaban saliendo bien parados en el relato legal. La cabeza parecía comprimir su cerebro, menguando con cada palabra pronunciada. A mitad de intervención notarial no pudo aguantar más y tras un «basta ya» se levantó y abandonó el acto. Echó a andar, sin prestar atención a las personas con que se cruzaba. La gente recorría la acera a velocidad de marcha olímpica, ganándole tiempo al tiempo. A él, con un paso pesaroso, se le iban cayendo las expectativas, que los demás pisoteaban al confundirlas con el dibujo de las baldosas.
Mientras conducía, durante ese viaje que duraría todo el día, su cabeza abandonó el recuerdo de esa jornada de últimas voluntades y papeles legales, y se trasladó a una imagen del abuelo, que estaba en silencio, sentado en el final del muelle que presidía el lago, al lado de la cabaña, en espera de un atardecer, como tantos otros que compartieron ellos solos. Se proyectaba ante él, para recriminarle como nunca antes había osado: «¿Por qué me has hecho esto, abu?». Pero sus palabras se extinguían tras rebotar en el cuerpo del anciano que ahora solo respiraba en su memoria. Se llevó una mano a la cara para ocultarse las lágrimas de desasosiego por sentirse enfadado con aquel hombre viejo.
No tenía muy claro el motivo del viaje pero sí que sería la última vez que acudiría a la cabaña. En esta ocasión, nadie esperaba su visita. De hecho, desde hacía años estaba cerrada. En la última fase de su vida, el abuelo había perdido la fuerza y la lucidez que requería el día a día campestre: cortar leña para la chimenea, reparar los desperfectos, cazar o pescar el alimento y mantener la barca en buen estado. Así que en esos últimos años de espíritu marchito, el abuelo había dejado de acudir allí.
Tomó el desvío al parque natural Tierra Roja y se alivió al pensar que el trayecto estaba casi superado. Dio un par de palmadas leves al volante acompañando con un «buen chico». La proximidad del lugar evocó el sabor de las torrijas dispuestas en el desayuno que su abuelo preparaba mientras el niño se zafaba de la almohada.
Bajó la ventanilla y percibió la humedad que la cercanía al lago precipitaba. Por un momento se vio montando la caña, ensartando el sedal por la anilla y accionando el carrete para que el anzuelo descendiera hasta la superficie calma de agua, con la vista puesta en las manos rugosas y ajadas del abuelo, que se manejaban con soltura asiendo la caña. En otra ocasión, en su mente descontrolada se dibujó el momento en que ellos dos, pertrechados con mochilas, salían de la cabaña para una incursión de día entero por el tupido bosque que alrededor del lago cobraba vida. La voz del abuelo, lenta y paternal, circulaba por su cerebro, enseñándole a distinguir, por plumaje y canto, las aves que allí se podían encontrar.
Tras abandonar la carretera nacional se aventuró en un camino de tierra abrupto, con baches tan profundos que acortaban la esperanza de vida de aquel cacharro con ruedas al ritmo del quejido de los amortiguadores. Al final de ese tramo, que no parecía terminar nunca, se detuvo frente a la cara oeste de la cabaña, de espaldas al lago. En ese lado, se encontraba la habitación con litera triple que él ocupaba durante sus largas vacaciones.
Permanecía dentro del utilitario, acompañado de un torrente de memorias todavía indelebles, desatado por la presencia en aquel lugar. Le vino a la cabeza el día en que sus padres, a finales de junio lo llevaban hasta allí, para poder dedicarse a otros menesteres. Verano tras verano se repetía la escena. La madre con una gran sonrisa y un abrazo eterno susurrándole «te voy a echar mucho de menos, cielo» y el padrastro dándole prisa para no perder el vuelo a alguno de esos lugares que debía de estar vetado para niños, pensaba él. Aquella se convirtió en su residencia fija discontinua.
Miró el asiento del copiloto y estiró el brazo para coger un estuche, con una Nikon en su interior, la inseparable compañera desde que decidió convertir la afición a la fotografía en su profesión, un par de años atrás.
Anduvo unos pocos pasos pisando la vegetación anárquica que había crecido por todo alrededor, ante la ausencia de una voluntad humana que delimitara un camino artificial. Sus ojos intuían el antiguo pasillo de tierra que desembocaba en los tres escalones que daban acceso al porche. Mientras caminaba con lentitud, su visión profesional buscaba planos, luces suaves y luces duras, pero su mirada de niño iba a pasarle factura. De forma automática sacó la cámara y se la colgó del cuello. Dejó de andar y empezó a mirar a través del objetivo. Apuntó a la puerta de la casita auxiliar donde se guardaban las herramientas y la barca. Al hacerlo sus ojos parecieron encontrarse con el abuelo empujando la carretilla colmada de abono para su pequeño huerto, situado detrás de la casa. Pestañeó varias veces, sacudiéndose la cabeza para eliminar esa imagen. La piel no llegaba a entender la diferencia entre lo real y lo que no lo es y se erizó con vehemencia, sintiendo una leve incomodidad al contacto con el tejido que llevaba encima. Volvió a mirar por el tamiz de la cámara, aunque todo estaba borroso; los ojos se le habían humedecido por ese efecto traicionero de la memoria y bajó los párpados repetidamente a modo de limpiaparabrisas. Tomó una respiración larga, que escuchó plena en medio del silencio del bosque, solo roto por el canto de algún pájaro de esos que no emigran con el frío, y se acercó de nuevo la cámara a la cara. Fue desplazando la imagen con una leve torsión de espalda hasta dar de nuevo con el espectro de su abuelo. Esta vez estaba agachado empalmando las tuberías que transportarían el agua a esa misma zona de cultivo. Se sorprendió por la visión pero mantuvo el temple y manipuló el zoom para reconocer mejor los detalles de aquel hombre que tan bien conocía: el rostro perfectamente afeitado, con unas marcadas líneas que daban a la mandíbula un aire severo y un manto de cabello plateado con la precisa raya a un lado. Antes de poder fijarse en más rasgos, el abuelo pareció sentirse observado y, girando la cabeza hacia su posición, le saludó con la mano. Apartó de nuevo, esta vez con brusquedad, la cámara. El corazón empezó a bombear con rapidez, resonando cada latido en sus oídos. El entorno entero palpitaba a la par, un terremoto con el epicentro en su pecho. Tras unos segundos para recuperarse, se dio por vencido. A falta de argumentos lógicos, sus devaneos se fueron a lo paranormal: quizás la cabaña hubiese cobrado vida, y estuviese poniendo trabas para el reportaje gráfico que él pretendía. Sea como fuere, guardó la cámara en el estuche y decidió recorrer los espacios que conservaban su impronta, la de ellos dos juntos. Se acercó a la caseta de herramientas y elevó el brazo para que su mano ciega buscara por dentro del plafón exterior. Aquel era el sitio donde se guardaba la llave auxiliar y allí seguía estando para su regocijo. Tomó la llave que, como el ambiente, devolvía frialdad y, sacándola del olvido, la animó a reencontrarse con el candado tras un largo sueño. Durante unos segundos, en forma de queja, este no se dejó abrir, pero al final, tal vez por lo perseverante de las cosquillas de la llave en su interior, se rindió. Cuando abrió la doble puerta un extraño olor le dio la bienvenida. El polvo dominaba la escena como nunca antes recordó y, un hedor desagradable aunque tenue parecía anunciar el fallecimiento de un pequeño roedor, unos días atrás. Se enrolló el pañuelo cubriéndose media cara y, después de acomodar la pituitaria, prestó atención al interior. Las pequeñas herramientas estaban colgadas en un panel enorme de caucho, ordenadas con limpieza para la vista. No faltaba ninguna. Se fijó en las herramientas con mango de madera. En esas, el abuelo le había dejado utilizar el pirograbador para marcarlas con sus iniciales. «Es mejor que pongas las primeras letras de tu nombre y apellido, así cuando sean tuyas no hará falta cambiar nada», recordó, lo que le supuso un puntapié al hígado. Hacía un rato que había olvidado el episodio de la notaría y blasfemó intercalando los por qué, sin adivinar qué había pasado durante los últimos años, en los que ese sitio había dejado de ser su retiro estival. Mientras pensaba en ello, con un dolor localizado en la sien, enfiló hacia la cabaña y sacó del bolsillo la llave que abría la puerta, una llave que había conservado desde su última estancia allí.
Una vez dentro, permaneció de pie contemplando el interior que estaba lleno de sábanas, un vals de fantasmas, ajenas a su presencia. Le incomodaba la nostalgia que le producía el panorama y se precipitó sobre los muebles para retirar de uno en uno las telas blancas. Cuando terminó, con un ambiente saturado de ácaros sin paracaídas, se fijó en la chimenea que estaba abastecida de pequeños trozos de madera y se le ocurrió encender un fuego. Sería la primera vez que viera la cámara de combustión con lumbre en su interior, siendo como fueron todas sus estadías en temporada de calor.
Se sirvió de las astillas que el abuelo disponía en una cesta cercana, para facilitar el proceso y, tras unos minutos, consiguió mantener la llama. Frente a su calidez se descalzó sobre la alfombra, abandonando su cuerpo a las formas que el envolvente sillón imponía. Al poco se sumió en un estado de duermevela propicio para ensoñaciones ligeras. En una de ellas, la figura del anciano se apostó a su lado, preparándose para una de esas charlas, que tenían de tanto en tanto, y le ayudaban a entender las cosas que se le hacían bola, como la carne de ternera demasiado hecha.
Al principio de esa charla muda, alrededor de una mesa, se fijó en la mano anciana que rebañaba, con un poco de pan, un plato de loza impoluto. En el estómago del chico, la sensación de llenado saciaba cualquier deseo de tomar más. Alzó la vista hasta dar con el otro rostro y descubrió una sonrisa mantenida que apaciguó su ánimo.
Se despertó con el crepitar de la leña y una extraña sensación de ligereza. Giró el cuello para alargar su atención hacia el escritorio donde el dueño de la casa solía escribir. Los últimos días de cada verano se sentaba allí durante horas y daba trazos silenciosos con su pluma, folio tras folio. Le daba vergüenza reconocer que a veces tuvo envidia de ese escritorio porque le robaba tiempo con el abuelo. Aquel era un mueble antiguo, madera de caoba, con una persiana curva que protegía su interior de las fisgonas motas de polvo. Se acercó, tiró de dos dedos para levantar la persiana y se encontró con una libreta anillada. La primera hoja hacía de portada y tenía un título en letras grandes, «Mis veranos contigo». Esas palabras parecieron estrujar sus ojos, como dos esponjas, y se sentó en la silla más cercana. Tardó unos minutos en recomponer su postura y, con la vista menos borrosa, abrió la libreta y empezó a leer. Pronto se dio cuenta del valor de aquel manuscrito. Cada frase iba dedicada a él y cada capítulo englobaba las vivencias de un verano. Así había tantos capítulos como veranos pasó allí. De forma intuitiva se fue al final. Había una hoja aparte. Parecía la despedida. Comenzó a leerla, con la añoranza anudando su garganta:
Querido, Fabián
Te haces mayor y mi vitalidad se apaga. Me apena pensar que no habrá más veranos contigo. Nuestras soledades se hicieron compañía. Siento que yo cubrí tus carencias y tú las mías.
Te va a sorprender lo que vas a leer: no me gustaría que vuelvas aquí si no estoy yo. A través de mí descubriste lo que este sitio te podía dar, viste su esencia. Y precisamente deseo que mantengas ese recuerdo. Lo que viniera detrás solo lo mancharía.
Me imagino que creerás que necesitas este pequeño retiro, como te gustaba llamarlo. No es cierto. Aquí supiste que tenías alas. Permíteme que te eche del nido para obligarte a desplegarlas.
No había más escrito pero tampoco era necesario. No entendió por qué no le llegó ese documento aunque ahora ya poco importaba. Maldijo amorosamente al que había sido su faro en la infancia, se guardó la libreta y, una vez consumido el fuego, se marchó, cogiendo antes, del almacén, el martillo de maza bajo cuyo influjo, de pequeño, se convertía en superhéroe.
Hola Jose.
Hermoso relato. Me ha transmitido buenas sensaciones, me ha gustado como manejas los recuerdos para ir construyendo a los personajes (abuelo y prota). También me atrapa el tono del narrador y como nos conduce.
Sin embargo veo dos cosas que se pueden arreglar muy fácilmente. La conexión entre la escena del notario y la de él conduciendo a la cabaña, he echado en falta algo que las une. Algo que empuje al prota a irse a la cabaña, yo que sé, quizá que sea lo ñunico que su abuelo le ha dejado en herencia o que le haga una especial mención (por cierto, los nietos no heredan si no se han muerto los padres, salvo el tercio de libre disposición, lo digo por motivos de verosimilitud).
Luego cuando vas camino de la cabaña, está bien el intercalamiento entre lo que ocurre de verdad y lo que recuerda.
El final es la otra cosa que he visto forzada, cuando los dos personajes están muy bien construidos (lo más difícil) resuelves con una carta y un mensaje un poco ambiguo. Si el abuelo le dejó la cabaña en el testamento es mas verosimil que le dejara una carta. Que se pusiera a escribir justo antes del último arrechucho pues …. El mensjae de la carta en un mensaje vital, no hace falta escribirlo el últiimo día, puede ser cualquiera de los anteriores y yo lo haría conectar con alguna de las anécdoras abuelo-nieto para que cogiera más fuerza y nos toque más la parte emotiva que tan bien has trabajado hasta ese momento.
Un placer seguir compartiendo contigo historias.
Abrazo.
Hola, Jorge
Muchas gracias por comentar. Me apunto todo lo que has dicho. Cuando me descargue de faena lo reviso.
Un abrazo.
Hola, Jose
Me ha gustado la idea del texto y el mensaje escondido de que lo material no es lo más valioso en una relación personal. También la ambientación.
Luego hay detalles que creo que tienes que pulir. Los recuerdos son recuerdos o imaginaciones pero hay que distinguirlos de la realidad, usar verbos que ayuden al lector a entender.
Entre el tema del notario y su enfado, creo que faltan datos más allá de que a tu protagonista no le ha gustado lo que se ha leído allí. Alguna frase concreta donde diga que a Fabián no le han dejado nada o algo hubiera ayudado a ponerse en su lugar y a entenderle.
Cuando se marcha de la notaría, no se entiende si va andando o en coche. Porque parece que anda pero luego toma un desvío (entiendo que con el coche).
Y el final creo, como Jorge, que es un poco forzado. A lo mejor si pones que el abuelo era aficionado a escribir cartas, o que le gustaba mucho escribir lo que sentía, o que escribía en cualquier parte… podría colar más.
Creo que para ver claros estos detalles que te señalo, tendrías que leer tu texto en voz alta e ir imaginando los pasos de Fabián, como si fueras él. Ahí verás dónde se pierde el lector.
Yo creo que es un buen texto que necesita ser más sólido para que no genere dudas y una pueda creer todo.
Con la relación nietos-abuelos me ganas 😉
Enhorabuena por el trabajo y gracias por estar.
Un abrazo.
muchas gracias, Natalia.
Habrá que seguir dando vueltas al texto. No sé qué tendrán los abuelos…