Llevaba dos años a la espera de ese día. Tenía ante sus narices, amenazando a la falta de apetito, las tostadas untadas de mermelada y mantequilla con que su madre inauguraba, como cada año, el curso. Esas tostadas más un tazón de leche y un par de magdalenas habían constituido el desayuno de los días lectivos desde que tenía memoria. Por fin llegaba ese cinco de septiembre, marcado con rotulador rojo un par de cursos antes, cuando trazó su estrategia. No había sido un camino sencillo, con una madre que no se explicaba que hubiese tirado por la borda dos años de su vida, él que había sido un alumno brillante y responsable. Dieron igual las sesiones con la psicóloga que, cual clarividente, trató de descubrir lo que él se negaba a revelar.
Su madre, en silencio, miraba ese binomio incompleto que formaba su hijo con el desayuno. Ya no tenía fuerzas para preguntarle qué le pasaba tras tanto tiempo teniendo por vástago a una tortuga dentro de su caparazón. Él seguía con su papel enigmático y taciturno, pero ese día, por dentro le bullía un impulso irrefrenable; cada célula de su cuerpo se agitaba ante lo que iba a pasar. Él, que para sorpresa de ella, se había arreglado como nunca antes para ir a clase, se compadeció de la mujer cansada y tragó tostadas y magdalenas sin rechistar. Lo hizo con delicadeza para evitar mancharse: no era momento para improvisar. Lo tenía todo previsto y nada podía fallar. Tampoco había espacio para pensar en lo que había sacrificado por brindarse esa oportunidad. Además, «no había sido para tanto», se dijo, tras estar filosofando durante meses sobre «¿qué pasaría si sale mal?». Porque eso también lo tenía meditado; no era un frívolo. Quizás sí lo fue en el primer momento, cuando decidió tener un plan kamikaze. Sin embargo, con el tiempo, había aprendido a proyectar sinsabores, dudas, frustraciones y rechazos. Su piel parecía más curtida por lo no vivido. Ese primer día de clase, el dos veces repetidor por decisión propia se despojaría de la imaginación y del escudo de lo anónimo.
Cuando cruzó la puerta principal de la escuela se sorprendió al sentir todo su cuerpo temblando. «Es normal, tú puedes», murmuró para sí mismo. Sabía que podía pasar, así que siguió andando sin apartar el rabillo del ojo de la puerta del baño, con la certeza de que siempre quedaría la opción de recluirse ahí por si las cosas venían mal dadas. Empezó a tararear de forma inaudible para los demás una melodía épica con tal de sacudirse el miedo y aguardó, mientras andaba con lentitud, a que los mochileros de delante —en algarabía ensordecedora— fueran ocupando su asiento en el aula.
Quizás fue por el destino, por la voluntad de su padre muerto —que seguramente supiera todo— o, tal vez, a causa de un diminuto y barrigudo arquero. El caso es que el único hueco libre era al lado de su motivo; el motivo de ojos parduzcos, nariz de punta afilada y rostro tachonado con decenas de pecas, que tenía secuestrada su voluntad.
Sin atreverse a mirarla, se sentó despacio para no llamar la atención. Cuando ya estaba colocado, se mordió los labios y así evitar que la risa floja, que le golpeaba por dentro, pudiese salir. La contrarrestó respirando despacio unos segundos y después, sin abrir los ojos, suspiró. Sin embargo, sonó más de lo que él hubiese deseado y ella reaccionó:
—Cualquiera diría que vienes de trabajar mucho —dijo sin separar los ojos de la novela que tenía abierta.
En ese momento, él reparó en que nunca había oído hablar a Coro Pons Masuera —tan solo gesticular a lo lejos— y el tono desapegado, fresco y simpático de su voz resonó dentro del chico, viajando hasta todos los rincones de su ser, lo que le produjo una sacudida que casi lo tiró de la silla. Se armó de coraje y tomó aire para articular la frase requetepensada sin que perdiera fuelle en todo su trayecto:
—Aquí estoy, por fin.
Coro arqueó las cejas sin llegar a mirarlo y estiró los labios en lo que pareció una sonrisa de compromiso, dando por concluida la conversación. Él tragó saliva, se maldijo por parecer un poco rarito y se agarró a la mesa para no escapar.
Tres filas más atrás, alguien se recolocaba las gafas para confirmar lo que estaba viendo: Carlos Tejón Pérez, el actual pentacampeón de las olimpiadas matemáticas de la región, ahora estaba en su clase. Abrió el carpesano, sacó el rotulador y repasó el corazón que había dibujado dos años antes, un trazado curvilíneo que rodeaba tres palabras: Carlos y Mara.
Hola Jose.
Qué bien que hayas recuperado la web y yo la buena costumbre de comentar que ya tenía abandonada. Este año creo que podré estar mas centrado en estas cosas.
Me ha gustado la propuesta que has hecho, con tanta intriga con ese plan escondido que nos anuncias desde las primeras líneas. La verdad que es impensable lo que se hace por la persona amada.
Coro y Mara, no se va a aburrir Carlos durante este año, pero fíjate que “injustamente” le he atribuido algo negativo al último giro de guión, cuando no tendría por qué, es una sensación personal, como si la pobre niña fuera una fem fatale.
Me alegra mucho la vuelta a la web y veo que tengo textos pendientes de meses anteriores.
Enhorabuena.
Buenas,
Pues parece que sí recibo mail de notificación por comentarios ;). Gracias por leer.
Aquí queda todo escrito así que te acabas de comprometer.