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Ya lo decía Tomás, una voz autorizada que había vivido la experiencia en tres ocasiones. «Cuando crecen, se olvidan de que existes. Son unos ingratos». Esta advertencia, que no se cansaba de repetir, me empezó a generar un nudo en el estómago. La había convertido en una de esas letanías lastimosas que se confiesan al final de una fiesta, a consecuencia del estado depresivo temporal en que uno se sume tras la sobredosis de alcohol, momento ideal para abrir el corazón. Tomás es una referencia para mí. Estuve cerca de él durante sus primeros años de crianza y eso me permitió comprobar su elevado grado de implicación. Dedicó a sus hijos tiempo y esmero. Ahora, casi dos décadas después, su rostro ya no es el mismo. Desconocidos surcos se intersecan formando hileras de arrugas, asentamiento de huéspedes indeseables que sólo levantará el bótox. Son esas marcas en su cara las que parecen hablarme cuando decide aproximarse, quebrantando mi zona de seguridad, señal inequívoca de avecinarse algún tipo de confidencia o sermón, y clava sus ojos en los míos. «Estate preparado para cuando llegue el momento. Es el más duro», sentencia con la mirada vidriosa, que oculta en un ademán fugaz.
Había un hueco para la esperanza, o eso pensaba. En mi caso, sólo tenía un hijo. Esta circunstancia me permitía relativizar sus mensajes, en especial cuando suscitaban alguna emoción contradictoria y de difícil gestión. Este caso era uno de ellos.
Pero lo cierto es que la adolescencia de Carlos está siendo como la predijo mi amigo. Para mí fue una sorpresa. Estaba convencido de que a nosotros no nos pasaría. Yo pensaba que cuando a un niño se le trata con respeto, inculcándole valores humanos, como pasó con él, después vive esa etapa transitoria hasta la madurez de una forma más armoniosa, a pesar de los grandes cambios físicos a experimentar. Además, aquellos primeros años nos habían enriquecido, a Irene y a mí, hasta el punto de sentir una evolución personal impensable sin su aparición en nuestras vidas. Nos habíamos entregado a la tarea de criar, un cometido que engloba muchas facetas. Auguraba que los adolescentes se tornan problemáticos cuando ven su libertad cercenada, cuando sus padres, ya sin la máscara de los primeros años, asoman, sin ambigüedades ni filtros, sus auténticas expectativas hacia ellos. Esta confrontación de intereses, concluía yo, supone una desconexión de los vástagos y un anhelo de huir, en forma de distracción. Millones de guerras no declaradas se lidian en otros tantos hogares. Pero no era nuestro caso. Nosotros teníamos el análisis claro así como la receta para prevenir esa situación. Iríamos de la mano de Carlos para acompañarlo en su caminar, escuchando y no imponiendo, educando y no instruyendo, y así permitir que esos años fueran de construcción.
Ahora sé que la vida te va a retar. Te imaginas sentado frente a ella alrededor de una mesa circular vestida con un tapete para naipes, y la vida apostando alto, un órdago tras otro, para que no te puedas relajar. Pero te debes acostumbrar, porque esa partida jamás termina para ti.
El día que nos llamaron de madrugada por su primer coma etílico debió ser el punto de inflexión, pero no lo vimos. Con los botones de la camisa a ojal cambiado y los ojos pesados, pidiendo auxilio al sueño, llegué al hospital como el huracán que arremete contra las frágiles casas de madera de la América sureña. Esa primera vez que lo vi descansando sobre la cama de una habitación monocromática recordé sus días de urgencias médicas cuando era un niño. Aquella caída que le quebró el cúbito y el radio, la neumonía que a los seis años le confinó veinte días en la planta de pediatría del hospital de La Salud, y el peligroso corte en la planta del pie con un pedazo de vidrio que algún desalmado había abandonado en la playa.
A esa primera vez le siguieron muchas. Nuestro dolor iba en aumento; proporcional a la consolidación de su adicción. El niño que amamos se iba consumiendo poco a poco. Me lo imaginaba en el rincón de una habitación de luz tenue pidiendo salir y ser abrazado, mientras el adolescente que había tomado el mando se empeñaba en aniquilarse. Lo que aquel niño fue, sólo se mostraba en retazos, en pequeños espacios de sobriedad. Ya no me buscaba para hacerme preguntas que sólo él hacía. «¿Papá, el Sol tiene calor?». Era el silencio quien presidía el día a día en casa. Los diálogos con él habían desaparecido. Sus aficiones sanas como tocar la guitarra, leer novelas larguísimas y dibujar personajes de ficción, aún seguía vivas. Cuando escribo estas letras todavía no han desaparecido pero el médico nos ha informado que con el punto álgido de su alcoholemia pocos hábitos saludables quedarán en su vida.
Me gustaría ir a su encuentro, zarandearle, gritarle «¡mírame a los ojos!», pedirle que recuerde, que nos recuerde siendo uno, abrirme el pecho y extirpar el corazón para que vea cómo late de emoción a su lado. O al menos, que me acompañe sin hacer preguntas y se deje llevar a una montaña salvaje para retarse en la escalada, ver el precipicio de la muerte cerca para apreciar la vida y bendecirla. Pero temo que el efecto que busque no sea el deseado y espero el momento para tener más confianza acerca del resultado. Quizás deba aguardar a que toque fondo, que con humildad se rinda y diga «no puedo más». Pero permanecer callado tal vez sea una postura cobarde. Aunque inquirirle un cambio ahora sea pedir un imposible. Y mientras sienta que no debo hacer nada quizás se quede por el camino; quizás le embista un camión en uno de esos días que desoye mi consejo y se sube a un coche conducido por alguien igual de borracho que él.

Hoy tan solo me atrevo a decirle «Voy al súper, ¿quieres algo?».

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  • Natalia dice:

    Hola, Jose
    Me ha gustado tu texto, está bien escrito. Dominas la parte formal y eso resulta en un texto limpio y trabajado, con mensajes claros que llegan al lector.
    Es una reflexión sobre el paso del tiempo de un padre con un hijo adolescente. Un pensamiento en voz alta sobre cómo le ha perdido sin darse cuenta, hasta que el chico ya ha elegido el camino equivocado y no sabe cómo ayudarle.
    La adolescencia es una etapa que genera mucha incertidumbre en los padres. Cualquiera que tenga hijos pequeños la ve ahí, en el futuro, como una cueva oscura en la que van a caer todos irremediablemente. Y no sabemos si habrá suerte, si pasará más o menos rápido, sin dejar secuelas en la dinámica familiar. Da miedo. Hay recursos, libros, guías… pero saber llevarles es complicado. Cuando nos toque, veremos qué hacemos, jeje
    Quiero destacar la última frase. Y es que, aunque él siente esas emociones de miedo, incertidumbre, de pérdida del hilo comunicativo con su hijo, pese a todo lo que sufre, no es capaz de hablar con él. Son tantas cosas las que deberían decirse y se callan. Creo que si hablara cada uno con sinceridad, desde lo que siente, y el otro escuchara, podrían acercarse y entenderse un poco más.

    Sólo un apunte formal. Al ver que el corrector ortográfico señalaba “intersectan”, lo he buscado y he descubierto que lo correcto es “intersecan”. Una cosa que he aprendido hoy.
    https://www.fundeu.es/recomendacion/dos-planos-se-intersecan-no-intersectan/

    Enhorabuena por tu trabajo.
    Nos leemos 🙂

    • Jose dice:

      Muchas gracias por tus palabras. Es un tema que nos toca y me daba reparo hacer un texto bastante plano, seguramente poco entretenido.

      Acerca de la corrección ahora que lo dices sí sabía lo de intersecan pero lo olvidé por completo. Gracias por avisarme.

      Nos leemos.

  • Alberto dice:

    Me ha parecido un texto muy emotivo. Independientemente de lo que haya en él de autobiográfico, aparecen miedos, frustraciones y pasiones inherentes a la paternidad / maternidad. Lo que más me ha gustado es esa imagen de la vida sentada frente a tí, apostando siempre alto y obligándote a mantener la tensión y la lucha. Y esa otra imagen que la sigue, la del padre apareciendo en el hospital como un huracán, y la desesperación por querer entregarlo todo al bienestar del hijo (abrirse el pecho), y la impotencia de una lucha en que la voluntad, por mucho que sea total, puede no ser suficiente. Una impotencia reflejada en la frase final, que a pesar de todo indica la firmeza de no renunciar, de seguir acompañando. Un texto con fuerza y pasión. Enhorabuena.

  • Jorge dice:

    Muy emotivo Jose.
    Es una confesión sincera, in muy exagerada ni muy plana. Llega porque es sincera. Comienza por las reflexiones de su amigo Tomás, uno de tantos que nos dice “ya te lo dije” y que recordamos cuando estamos ante los problemas.
    Leyendo, se acaba por filtrar al lector la desesperación de ese padre que no sabe que ha hecho mal y que por qué le ha tocado a él tener que vivir eso. Como lector he visto a ese padre escribiendo y me he preguntado por qué no intenta hablar con su hijo, y si no puede hablar, por qué no le escribe como está escribiendo esto. Me fastidia que no se puedan comunicar. Me crea impotencia. Quisiera ayudar. Y ese sentimiento está transmitido por el texto.
    Para mi es un final abierto. SE puede entender que se ha rendido y que solo es capaz de preguntarle si quiere algo del súper, pero también se puede interpretar como el pequeño descanso antes de la siguiente batalla, porque él siempre estará a su lado pase lo que pase y ayudando.
    Has transmitido muy buenos sentimientos.
    Enhorabuena.

  • Diana dice:

    Hola Jose.
    Sin duda un texto muy intenso, con mucha fuerza y que trasmite muy bien el dolor y la desesperación de un padre.
    Cosas a comentarte. Queda un poco raro, y puede que sea cosa mía, cuando hablas de la primera vez… Por un momento parece que te refieres a la primera vez que esta en un hospital, luego empiezas a relatar otras veces anteriores que ha estado en urgencias, y esto descuadra. Sé que te refieres a la primera vez con un coma etílico, pero me ha parecido que ahí hay algo raro.
    La segunda cosita es que veo dos partes muy diferenciadas en el texto, a lo mejor demasiado, y esto rompe un poco la unidad. La primera sería cuando habla de Tomas y sus consejos, esta parte se corta de manera muy brusca para meterse en la segunda, mucha más intensa, emotiva y dolorosa.
    La verdad es que te deja un cuerpo, ojalá ningún padre tuviese que vivir algo así, cuanto dolor, lo reflejas muy bien.
    Un abrazo muy fuerte.
    Nos leemos.

  • Carlos dice:

    Hola Jose,
    me ha parecido un texto muy intenso y bien entrelazado.
    Contrastas muy bien la época de la crianza donde los padres llevan de alguna manera el timón y la adolescencia donde pierden el control de los hijos.
    Ahondas en una situación en la que el hijo toma un camino equivocado y el padre no sabe muy bien como encararlo, sin duda debe conllevar mucho sufrimiento.
    Creo que sería importante encontrar la forma de darles a los adolescentes certidumbres para poder atravesar “esos rápidos entre la niebla” de la adolescencia de forma segura.

    Enhorabuena.

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