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La noche se extingue siendo la última de octubre. A estas alturas de la fiesta, poco queda del esplendor de las tétricas vestimentas. La cuentacuentos contratada aparece dos horas más tarde de lo convenido. Una madre la intercepta de camino al pequeño escenario para dedicarle agrias palabras. No parece importarle. Su maquillaje recrea el de una auténtica bruja, incluida la verruga vellosa en la punta de una nariz prominente. Los niños, algunos somnolientos, están sentados en el suelo guardando silencio. Una pequeña disfrazada de Miércoles se agarra a su madre y hunde el rostro contra su pecho, aterrada por el aspecto de la actuante. Algunos padres se intercambian miradas de desasosiego. Otros, alucinan por la caracterización tan realista y con expectación porque empiece. Cuando ocurre, una voz desprovista de alma, áspera con tintes histriónicos da forma a la historia mientras se desplaza con ademanes lentos y mirada penetrante:

“Al mediodía, un par de conocidos en silencio se alimentan. Vienen de vivir penurias, de añorar manjares exquisitos. No hay agendas ni orden, ni futuro para esos dos errantes que, sin ánimo de echar raíces, se asientan lo justo para tomar cuanto place. Un tribunal les acusaría de vagos, parásitos y maleantes. Pero en su defensa, la ley natural aduciría: si no hay libre albedrío, absolución inminente. Mientras comen sin descanso, tragando sin cesar, no hay espacio para el diálogo. Si acaso pudiera, el de más luces contaría, aun no siendo preguntado, la historia de María de Zozaya. De ondulado cabello zanahoria, es declarada culpable de brujería. El ambiente de Zugarramurdi está caldeado por la noticia. Tres inquisidores implacables deciden que cesa su vida. No hay visos de escapatoria; la Ley, firme, se impone. Los dos conocidos se miran, fingiendo compasión por ella. De haber tenido educación, de ir provistos de valores, tal vez debatieran sobre dogmatismos y sinrazones. Pero al contrario, solo se nutren, sin masticación alguna, ante la expectativa de ayuno. En medio del frondoso paisaje, de ocres matices, el suelo rezuma una humedad que crece. El sonido de un estruendo prolongado les atemoriza, estremece todo su cuerpo y se agazapan. Quizás a estas horas alguien vaya a descubrirlos, y se esfumen sus ansias de dar buena cuenta al sustento. Ellos dan ejemplo de vida sencilla; no se granjean enemigos, ni delatan a inocentes, ni ceden ante edictos de fe, que proclamen cien Consejos. Tal vez por ello, se enciendan sus ánimos, se inflamen sus venas, mientras siguen hinchando el buche con porfiado desespero.

Debía de estar cerca el día que la sentencia se cumpliera, parece pensar aquel cuyo cuerpo  ovalado más se amplía. Pero desconoce que ese momento ya ha llegado y la mujer, maniatada en el poste, lanza gritos de clemencia. Los dos conocidos, mientras absorben la vida ajena, observan que en el entorno principia una humareda, ¿acaso el bosque se prende? Se miran con recelo. De golpe, dejan sus menesteres ahora que el tiempo apremia. De la nada, les sorprende una llamarada cubriendo el horizonte. Al unísono, liberan los anclajes, tirando con todas sus fuerzas, aunque la salida no es limpia y sus cuerpos se desmiembran. Se escuchan espantosos aullidos, desgarrando el aire que atraviesan y con violencia se agitan los filamentos azafranados, que se agolpan imitando un bosque amenazado. De un lado a otro se agitan y, los dos conocidos, sin donde agarrarse, en el espacio se proyectan, colapsando al instante su piel tirante. Se oscurece la sangre desparramada de sus menudas y henchidas alforjas, y la acechante muerte, sin remedio, para todos se presenta. Ejecutada sentencia”.

Un silencio sepulcral cae sobre el ambiente. Los padres se apresuran para recoger e irse. Algunos niños lloriquean. La bruja, satisfecha, permanece en el escenario, inmóvil, retadora, con una sonrisa muda. Una niña pelirroja, con una túnica negra y capucha, se rasca la cabeza compulsivamente. El zombi más cercano la observa y se aproxima para  auxiliarla. Dispone sus dos manos y busca entre el cabello, hasta dar con dos manchas rojizas y unas menudas patas aún con movimiento. Da un paso atrás, alza la vista y se encuentra con el rostro de la hechicera. Ésta, atenta a cuanto pasa, lanza una carcajada maléfica y de un plumazo se consume, honrando lo que allí se celebra.

 

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