Pulso enviar y el email desaparece de mi vista. Miro la hora en la esquina inferior derecha de la pantalla: las 10:51. En el servidor de correo, aparece de nuevo la bandeja de entrada. Está repleta de mensajes irrelevantes. Como el que acabo de enviar a mi cuñado Joaquín, informándole del cartel de la novena edición del Sustatu Rock. Me reclino en la silla giratoria, estiro los brazos hacia delante, y cruzo los dedos con las palmas hacia el ordenador. Aguanto el estiramiento durante unos segundos, luego me relajo y suspiro. Una larga y silenciosa espiración que vacía mis pulmones por completo.
La mesa está muy ordenada, pero repaso el cubilete de los marcadores. No se han movido. El rojo, el verde, el amarillo, el typex, el portaminas… Los bolígrafos azul y rojo zanganean junto al teclado. Los alineo despacio, paralelos al borde de la mesa. Alzo la vista por encima de la pantalla. Ana sigue en su despacho, hablando por teléfono. Entre ella y yo, los clicks del ratón delatan la presencia de Joaquín, cuyo rostro se oculta tras una enorme pantalla. Está atareado. Qué suerte. En fin, ahora le toca a él apretar. Cuando consiga algún contrato jugoso podrá relajarse, y será mi turno de pisar el acelerador. Mientras tanto, continuaré enviando correos ociosos a los amigos, consultando el tiempo, leyendo la prensa digital… Cuando Ana desaparece para visitar a algún cliente, o para pasear con su jodido Aston Martin plateado, puedo dejar de actuar un rato, incluso sacar a mi amigo John Fante y leer. A Joaquín no le importa, el juega al Pang cuando está ocioso. Ambos respetamos este pacto de silencio entre compañeros. Pero hoy Ana parece una estatua de sal, inmóvil tras los cristales traslúcidos de su despacho. Inmóvil como el reloj.
«¡No te muevas!» El grito traspasa los dobles cristales de la ventana. Viene de abajo, de la calle. Miro con atención: un coche aparcado torcido junto al bordillo, las dos puertas delanteras abiertas, dos hombres fornidos en la acera, echados sobre una figura larguirucha y mal vestida. «¡Te he dicho que no te muevas, ostia!». Uno de los forzudos sujeta el cuello de la figura bajo su rodilla. Distingo mejor la persona inmovilizada, es un chaval de unos quince años, grita con acento árabe: «¡Vale, vale, tranquilos!». Pero, ¿dónde se creen que están estos dos, en el South Central de Los Angeles? Un escalofrío de inseguridad me recorre el cuerpo. Me imagino a los dos policías en el gimnasio, sudando, con las mancuernas en la mano. Yo también sudo. El día es tórrido ahí fuera, y los rayos del sol comienzan a calentar peligrosamente mi escritorio. Con un gesto de fastidio, pongo verticales las lamas orientables de la persiana, y la calle y la luz solar desaparecen.
—Otra vez jaleo ahí fuera. Menudo puto barrio —murmura Joaquín, sin descender la velocidad de los clicks. —Habrá sido otro morito, como si lo viera.
Doy por hecho que no espera respuesta. Consulto el teléfono móvil. No tengo ni un nuevo mensaje. Normal, lo he mirado hace cinco minutos. Debería instalarme alguna de esas aplicaciones que controlan el número de veces que desbloqueas el móvil. Son días poco propicios a resistirse: tengo los estudios contables hechos, las memorias redactadas, los presupuestos revisados, las mediciones previstas calculadas. Los bolígrafos y marcadores están ordenados, Luisa sigue en su despacho. ¿Y si saco el libro? No, no te pases; Luisa es sigilosa como una culebra de agua. Calma. Miro las uñas de mi mano derecha, ya miden casi dos o tres milímetros. Para tocar la guitarra bien, para el bajo estorban. Miro más allá, hacia la persiana. Pongo las lamas orientables en posición horizontal. El coche de policía ha desaparecido, y en el lugar del arresto una anciana enjuta y encogida se agacha para recoger las deposiciones de su perrito. Metáforas y símiles vienen a mi cabeza, pero el sol entra con demasiada fuerza. Vuelvo a girar la muñeca, las lamas giran y el mundo exterior desaparece.
Entonces me doy cuenta de que los clicks de Joaquín son demasiado rápidos y regulares. Qué cabronazo. Está jugando al Super Pang. ¿Y cuando vas a sacar el curro? ¿Cuándo vas a conseguir algún contrato para que no muera en este escritorio de inanición, maldito chupacharcos?
Carraspeo. Abro una excel. Voy a repasar las mediciones previstas. Otra vez. Pero antes miro el correo; contestación de mi cuñado Joaquín. Miro el reloj en la esquina inferior derecha de la pantalla: las 11:02. Ha tardado diez minutos en responder. Poco tiempo, una eternidad. Cierro los ojos y los aprieto entre mis dedos pulgar e índice: salgo a las 15:00. Cuatro horas más. Cuatro horas de mi vida, y quiero que se esfumen, que se evaporen. Y mañana no será mejor. Ocho horas diarias vaciándome. ¿Qué camino me condujo hasta aquí? «Esa carrera tiene muchas salidas». «No seas tonto, ya no eres un chaval». «Hay que ser pragmático, el trabajo es aburrido pero las condiciones son muy buenas». Etcétera. Ese es el camino que me ha conducido a este punto. Gracias por nada, amigos y familiares. Aunque la culpa no es vuestra: he sido yo el que ha transitado una carretera que no es la mía.
Ah, no, amigo, filosofía de baratillo no. Antes me bajo el Super Pang, como Joaquín. Venga, ánimo: las 11:07. Luisa se levanta de su silla, viene hacia aquí. Que venga. Tengo la excel con las mediciones preparada.
Hola, Alberto
Me ha gustado tu relato. En tu historia el tiempo pasa despacio, en una oficina en la que el protagonista no tiene margen de maniobra. Depende de los demás para seguir trabajando, y los demás tienen su ritmo. Cuando uno no tiene nada que hacer pero no puede hacer lo que quisiera, el tiempo pasa tan lento que es casi inaguantable.
Has sabido transmitir esa lentitud, ese no saber qué hacer, ese aburrimiento. El protagonista mira alrededor, buscando entretenimiento. Claramente está incómodo, lo vemos. Se plantea por qué razón ha acabado en ese lugar aunque luego se anima a sí mismo. Parece que no le queda otra.
Has vuelto a Ana y a su Aston Martin. ¿Proyecto de novela? 😛
En lo formal, he visto algunas cosas.
Los “clics” del ratón se escriben sin k en español.
https://dle.rae.es/clic
En esta frase sobre sus uñas: “ya miden casi dos o tres milímetros”. Yo creo que, si quieres usar el “casi” se tendría que aproximar a dos o a tres, teniendo en cuenta que es una medida muy pequeña.
Tres alternativas:
“ya miden dos o tres milímetros”, “ya miden casi dos milímetros”, “ya miden casi tres milímetros”.
Aquí falta una tilde:
“Y cuándo vas a sacar el curro?”.
La puntuación en esta frase, para mí, sería:
“Ah, no, amigo. Filosofía de baratillo, no.”
Enhorabuena por tu trabajo.
Nos leemos 🙂
Gracias por los acertados apuntes, Natalia. Ya sabía yo que con lo de click no iba a acertar jejeje pero no tenía ganas de mirarlo.
Hola, Alberto
perdona por el retraso. Estoy de vacaciones y estoy currando más que de ordinario. En fin, que me gusta complicarme la vida.
Me meto en harina con el texto. Veo que has vuelto a hablar de Ana y su Aston Martin. En un momento determinado hablas de Luisa pero ¿seguías refiriéndote a Ana? me ha parecido que había sido un error. En fin, tampoco tiene una importancia capital, aunque me ha confundido ese nuevo personaje. En cuanto al protagonista, he vivido la frustración, casi angustia, del protagonista. La secuencia de acciones que hace, muy triviales, muy aburridas, ayudan mucho a esa sensación. Has hecho pocas veces referencia a la hora. Creo que si lo hubieses hecho el impacto habría sido distinto sobre mí. Me parece acertado que hayas evitado hacerlo.
El ejemplo del protagonista es representativo de lo que ocurre en una gran cantidad de trabajos, al menos en España. La falta de flexibilidad de los mismos, el tener que hacer horas aunque no haya carga de trabajo es un mal endémico cuya consecuencia principal es la alienación del ser humano, formando parte de un ejército de frustrados con una vida gris. Querer que pase pronto el tiempo, creer que ese tiempo te lo han robado y no te pertenece es uno de los mayores dramas posibles. Y tú lo has reflejado a la perfección.
Mil gracias por tu texto y más teniendo en cuenta el esfuerzo que te ha supuesto por el lio organizativo que tienes montado. Es difícil un nivel de compromiso mayor. Haces que este “selecto club” tenga razó de ser.
¡¡Nos leemos!!
Hola Alberto.
La estampa donde nos llevas se repite mucho más de lo que nos imaginamos. Cuantas veces nos preguntamos que si no estamos haciendo nada, ¿por qué no podemos sacarnos nuestro libro y ponernos a leer?
Me gusta la velocidad del relato, todo lo que ocurre sin que ocurra nada. ¿Qué es lo que pasa cuando no pasa nada? el tiempo. Ha estado bien que hayas enlazado con el relato de Ana y nos hayas devuelto a esa oficina, pero ahora narrada desde otro punto de vista.
“metáforas y símiles vienen a mi cabeza”, que manera de decirlo todo sin decir nada. Otro acierto. Un forzudo apoyando su rodilla sobre un supuesto delincuente ¿de que me suena eso?
Lo único que no ha quedado claro es si eres mas de guitarra o de bajo.
Buen trabajo.
Nos leemos.
Hola Alberto.
Me ha gustado mucho tu texto; no sé cómo explicar esto, pero he tenido la sensación de que jugabas de manera física con el tiempo. He sentido de manera real las sensaciones del protagonista, sensaciones que todos conocemos y que, en muchos momentos, nos han atrapado, dejándonos mirando fijamente un segundero que parece no moverse.
Por lo poco que he leído tuyo, veo que tienes mucha destreza con las descripciones, consigues a la perfección que veamos lo que tu quieres. Me encanta.
Un abrazo muy fuerte.
Nos leemos.
Hola Alberto,
este texto me recuerda a aquella tarea en la que teníamos que jugar alargando el tiempo. Lo has conseguido a la perfección.
Has conseguido transmitir esa sensación hastío, de estar desperdiciando nuestro tiempo en el trabajo, sin nada que hacer, y que el único provecho que sacamos es el suelo, un sueldo que nos ata y nos impide ser libres. Al menos esa sensación cambia un poco cuando estás atareado y las ocho horas pasan volando.
Lo de la rodilla en el cuello también me ha recordado algo.
Enhorabuena.