Del autobús Cáceres se baja Pedro, en la Estación Barcelona Nord. Temprano por la mañana, el joven ilustrador llega a la ciudad para hacerse un tatuaje, tras un viaje de ocho horas. No un tatuaje cualquiera. Su piel todavía inmaculada se convertirá en el lienzo de un artista famoso.
Además, aprovechará el viaje para mostrar sus dibujos a editoriales con colecciones infantiles y alguna otra visita profesional. «Como no consiga algo pronto voy a tener que volver a servir cafés en el bar de Claudia», piensa mientras un camarero le lleva a la mesa un desayuno de chocolate a la taza y cruasán, para compensar toda una noche sin descanso en el estrecho asiento del autocar. «Los primeros años de profesión uno va de aquí para allá y hasta que no te haces un nombre, no existes», recuerda lo que sus profesores de Bellas Artes le solían decir.
El tatuaje que ha provocado su viaje es una ambición antigua. Lleva años detrás de aquel rostro del Quijote de mirada profunda, excéntrica y, a la vez, rebosante de sabiduría incomprendida. Ha soñado hasta la obsesión con aquella imagen, que se le ha aparecido en sus noches y le ha hablado, contándole las confidencias reservadas para un amigo. Él mismo lo dibujó.
Unos meses atrás contactó con Trastevere y en su primera conversación ya le dijo que si no le atraía el dibujo no iba a perder tiempo con él, porque además «tengo un prestigio que debo cuidar». Pero cuando le envió la imagen, se quedó tan convencido que ordenó a su secretaria darle la cita para un mes después, lo cual era una suerte, viendo su agenda. No por ello le suavizó un ápice la tarifa, estipulada en 900 euros por cuatro intensos días de trabajo.
La cita está prevista para la tarde. Antes debe acudir al lugar donde se alojará durante esas jornadas. Cerca de la avenida Diagonal saca el teléfono y marca un número. Tras unos tonos empieza a hablar:
—Hola, soy Pedro. Estuvimos hablando la semana pasada para ocupar la habitación que tiene disponible desde hoy.
—Buenos días —dice una voz lejana y apagada—. Te esperaba algo más temprano. Trata de venir pronto, por favor.
Tras colgar, se queda con un regusto extraño. No recuerda haber convenido ninguna hora concreta, aunque tampoco le da mucha importancia. Tiene su cabeza en la cita de la tarde y la impaciencia por ese momento puede con todo. Ya se imagina al Quijote cubriéndole las espaldas, atento a las puñaladas que la vida le pueda lanzar por detrás. Lleva deseando tanto aquel tatuaje que empieza a sentirse desprotegido sin él, en aquella ciudad llena de carteristas y pandillas violentas de atracadores adolescentes.
Con esos pensamientos llega al edificio donde se hospedará, tras verificar la dirección en el móvil. La puerta del zaguán se abre inmediatamente después de llamar, sin que ninguna voz solicite identificación a través del telefonillo. En la sexta planta se ubica el domicilio de Tomás, el señor que alquila una lujosa habitación para «menores de 26 años» como reza el anuncio. La extrañeza de ese requisito rápidamente quedaba diluida por unas prestaciones del servicio muy superiores al precio.
Dentro de la casa percibe un esmerado aroma floral, tan intenso como si el dispositivo dosificador estuviese recién estrenado. Frente a él, con unos chinos negros y un suéter gris de cuello vuelto, está Tomás, entrado en sus cincuenta, con un oscuro cabello ondulado y alguna tímida cana por detrás de las sienes.
—Has tenido suerte —dice mientras le estrecha la mano con fuerza—. Muchos jóvenes me han solicitado la habitación durante estas fechas.
—No me extraña —reconoce Pedro—. Si las fotos se corresponden con la realidad, que no lo dudo, seamos sinceros, está regalando la habitación, en una ciudad como ésta.
—Acompáñame y juzga tú mismo —asevera con orgullo. Le sorprende el arranque de sinceridad del joven.
Cuando el hombre abre la última puerta, tras introducir una llave, el pasillo experimenta una explosión de luz. La atención se le va a las vistas que ofrece un gran ventanal desprovisto de cortinas. Da unos pasos, deja el macuto en el suelo de lamas de madera color caoba y desde la cristalera, donde siente sobre su cara el intenso calor de los rayos, descubre una imponente arboleda en la acera de enfrente. Tomás respeta el silencio del joven que, instantes después, se gira y barre con la mirada la habitación. Una cama de matrimonio con tres alfombras de tonalidad lila, rectangulares y dispuestas en cada uno de los lados. Un gran almohadón negro, a modo de cabezal, que permanece adherido de alguna forma invisible en la pared. Encima de éste, cubriendo una enorme superficie de la pared blanca, una imagen apaisada de un hombre, en blanco y negro, recostado y dejando ver toda su espalda desnuda, una espalda rocosa, inacabable. A pesar de contemplarla, le puede más su necesidad y señalando con su dedo índice solicita probarla con un «¿puedo?».
—Por favor —responde complacido.
Cuando se recuesta, siente que el colchón tiene la dureza exacta, firmeza y comodidad por igual. Da un suspiro, como cuando uno vuelve al sofá casero después de un largo día, y se lleva las manos a la cabeza, por detrás de la nuca, casi olvidando al señor que lo contempla con un deleite que se finge distraído. Aquel chico le recuerda tanto a su hijo.
—¡Un momento! —dice sorprendido—. ¡En el techo está pintado el firmamento y los halógenos coinciden con las estrellas más luminosas!
—¿Tienes nociones de astronomía?
—Mi padre nos llevaba los sábados, de madrugada, a ver el cielo. Recorríamos cien quilómetros huyendo de la contaminación lumínica. Creo que formaba parte de un plan para que mi hermano y yo no estuviéramos de fiesta con los colegas.
—Interesante, tu padre.
—Tiene un gran estilo esta foto. Y mucha potencia.
—Veo que has captado parte de su esencia… Escucha, te veo cansado. ¿Por qué no te echas un rato? Si quieres, después puedes acompañarme en la comida, tenemos un plato especial, uno de los favoritos de esta casa —, le confiesa mientras toma del escritorio un mando que manipula para accionar el descenso automático de las persianas.
Con la cálida temperatura de la estancia y la voz grave, pero paternal del señor, apenas puede decir mucho más allá de un «vale» antes de quedar dormido, tras más de día y medio sin una cama donde descansar.
Cuando se despierta, desorientado, busca un baño. Descubre que una de las puertas del armario empotrado es realmente el acceso al servicio. Al levantar la tapa del sanitario y evacuar la orina, recuerda de súbito la cita y, sin detener la micción, intenta buscar con la vista un reloj. Se toca el bolsillo y da con el móvil. Respira; aún quedan tres horas. Parece que ha dormido una breve siesta. Limpia con papel higiénico lo manchado por el suelo y se da una ducha rápida.
Cuando sale al pasillo, un delicioso olor le dirige hasta la espaciosa cocina, en cuyo centro hay una mesa grande, con capacidad para ocho personas.
—La comida estará lista en diez minutos. Espero que no tengas prisa.
—No, tranquilo. Voy bien de tiempo.
Sin preguntar, Tomás saca dos cervezas frías del congelador y unas aceitunas. Pedro observa la pila, vacía de platos, la bancada limpia, todo en su sitio. Recuerda lo desastrada que queda su cocina cuando se aventura con alguna receta. «Después de utilizar algún utensilio, lo limpias al momento, que no se acumulen las cosas», le dice su madre, cuando lo visita, provista de recipientes con comida para varios días. Aquel hombre debía de haber estudiado en la misma escuela que ella, piensa.
—¿Qué es eso que huele tan bien? —pregunta antes de dar un trago a la botella de tercio.
—Prefiero no revelarlo. De hecho, te diría que antes de empezar te vendases los ojos y lo fueras descubriendo. Dicen que los sabores, si prestamos atención sólo a eso, se realzan.
Aquella proposición, más algún otro detalle de aquella casa, le activa la señal de alarma. «¿Acaso no será este hombre un depravado que quiera aprovecharse de mí?¿Dónde me he metido?», piensa tratando de no dejar reflejado en su semblante la inquietud. Da otro trago, esta vez muy largo, para no tener que dar explicaciones y pensar cómo salir de la situación airosamente.
Tomás, que ha adquirido cierta experiencia en el trato con su clientela, intuye lo que está pasando por la mente del chico y sonríe.
—Tranquilo, que no es lo que parece —lanzando una carcajada que no llega a contagiar a Pedro—. No estoy haciendo nada que no estuviese anunciado en la web: «Te sentirás como en casa». Además, forma parte de mi terapia.
—¿Terapia? —indaga, pensando que eso no mejora el asunto.
—Verás, yo ya estaba retirado y me aconsejaron hacer algo distinto. Pero como yo siempre me he dedicado a servir a los demás, me pareció buena idea en el ramo de la hostelería, aunque a pequeña escala.
Pedro respira con más tranquilidad. Aquel hombre excesivamente pulcro, solícito y amable, le ha hecho una confidencia. Y ya no parece un depravado. Quizás sea sólo una persona que se toma el trabajo con mucho celo, intuye.
—Y dime, ¿qué te trae por aquí? Veo que llevas una carpeta grande, ¿planos, tal vez?
—No, dibujos. Soy ilustrador. En esta ciudad se valora el trabajo creativo y voy a aprovechar el viaje para hacer unas visitas profesionales.
—¿Aprovechar? ¿No es el motivo principal? —sigue indagando—. Oh, disculpa, me estoy entrometiendo.
—No, tranquilo. El verdadero motivo de mi viaje es un tatuaje. Hoy conoceré a uno de los mejores tatuadores de Europa —anuncia, con los ojos como discos—… ahora vuelvo.
«¿Tatuaje?», se repite Tomás para sí, incrédulo, mientras aguarda a Pedro, quien al instante se presenta con una lámina.
—Mire, es esto lo que quiero —dice orgulloso entregándole la imagen caballeresca.
El hombre no responde. Tiene la mirada perdida, abstraída. Por fin, se recupera, toma aire y observa:
—Has practicado algún deporte, ¿verdad? Diría que natación.
—Waterpolo, ¿cómo lo ha sabido? —responde incrédulo.
—Por la forma de tu espalda. Me aficioné a la fotografía, con especial interés por la anatomía humana.
—Entonces, ¿la foto de la habitación es suya? —deduce Pedro.
—No, mi vínculo con esa foto es el modelo que se prestó. Es mi hijo con motivo de un calendario para recaudar dinero con fines altruistas.
—Pedazo de cuerpo. ¿No será bombero?
—Sí. Y de los más valientes. Se llevó una medalla al honor por un rescate de tres personas. Una medalla…a título póstumo.
—Vaya, lo siento mucho.
—Gracias. Tengo que confesarte que me recuerdas mucho a él. La naturalidad, la presencia física, la juventud, el nombre… —enumera con nostalgia, con un volumen de voz que va disminuyendo hasta convertirse en un susurro—. Discúlpame un momento.
Tomás se marcha al baño, se mira al espejo y se lava la cara con agua fría cuatro veces. Sin secarse, vuelve su reflejo al frente. A su mente le viene una imagen, unas nalgas prietas, tatuadas, percutiendo sobre la mujer de Tomás, en uno de esos días que volvía a casa a una hora imprevista. Desde entonces, odió la tinta sobre la piel. Hace una respiración profunda y lenta, y regresa a la cocina.
—Ya estoy aquí. A ver que mire el horno… sí, la comida está lista.
—¡Genial!
Saca del horno, con un par de guantes, la cazuela de barro, sirve los platos y se sientan alrededor de la mesa.
—¿Sabes dónde surgieron los tatuajes en occidente?
—Algo de eso he oído. En las cárceles, ¿verdad?—responde, comprobando que la comida está demasiado caliente.
—Así es. Como otras muchas modas, a cuál peor.
—A mí no me gustan en general y menos todo un cuerpo tatuado pero lo que me voy a hacer es algo distinto. Significa mucho para mí.
—Bobadas… —concluye Tomás, echando el cuerpo para atrás y soltando la servilleta de tela sobre la mesa—. Vosotros los jóvenes dais demasiada importancia a lo que no la tiene.
—Es muy relativo eso que dice —reacciona rápidamente al prejuicio de Tomás—. Voy a empezar a comer que enseguida me marcho.
La comida transcurre por esos derroteros, con Tomás intentando convencer a Pedro sobre la inconveniencia del tatuaje, con un discurso lleno de vehemencia. «Este tío me están empezando a hinchar las pelotas», piensa el joven mientras se esfuerza en poner buena cara y no responder a alguna de las frases que queda resonando en el ambiente: «Entre nosotros, los bomberos, esas prácticas estaban mal vistas». Se relame con la comida y en ello se centra, optando por dejar de defender su postura. Después abandona el piso para dirigirse a Estudio 33, lugar de trabajo de Trastevere.
Se queda Tomás en la mesa, con los platos sin recoger, rememorando la conversación de nuevo. Por un instante ha olvidado que ese Pedro es un desconocido. Lo ha tratado como a su hijo. Y el joven ha respondido como aquel solía hacer. Tras compartir mesa con Pedro, siente que parte de su hijo ha vuelto. No está dispuesto a dejar que sea algo efímero. Tras unos segundos pensando, arquea las cejas y abre los ojos con determinación y, sin limpiar la cocina, se va a la sala de estar.
Horas después, vuelve Pedro. En su rostro domina una vívida contrariedad, que no puede ocultar. Tomás abre la puerta con una sonrisa, dispuesto a recuperar terreno.
—Vaya, no ha ido como esperabas, ¿eh? —dice sin ocultar cierta satisfacción.
—Me voy a la habitación. Me va a disculpar, pero ahora no quiero hablar —le confiesa con un tono lastimoso.
Pedro no quería contarle que se había encontrado con un vanidoso Trastevere, que quiso hacerle muchos cambios a la imagen, muy lejos de lo hablado inicialmente. Y que en lugar de cuatro días, sólo invertiría dos, además sin modificar el precio. Demasiados reveses. «Déjame pensar todo lo que me has dicho», es lo único que pudo articular antes de salir de Estudio 33, con la mirada al suelo, como alma en pena.
Tomás ve aquello como una señal. «Después de tanto dolor, esta es mi gran oportunidad», se dice ilusionado. Mientras Pedro está encerrado en la habitación, se sienta en el sillón de la pequeña sala de estar, cierra los ojos y se prepara para lo que iba a decirle. El día ha sido largo, y aquel chico ha producido un impacto profundo en su ser. Lo tiene claro. Le diría que, aunque un error, el tatuaje era su decisión. Pero le propondría alojamiento, sin dinero a cambio, durante seis meses, con el pretexto de que se centrara en potenciar su carrera como ilustrador en esta ciudad. Le argumentaría que se lo ofrece porque ayudar es terapéutico, y él tiene varias heridas en carne viva. Le pediría que pospusiese sus ideas quijotescas para el final de ese período, que lo hiciera cuando ya no hubiera una obsesión por hacérselo. Le hablaría que es como las relaciones de pareja, que enamorado no hay que tomar importantes decisiones. Y no le contaría que quería recuperar seis meses de la vida de su hijo a través de su persona, dándole lo que no supo hacer en su momento. Eso se lo guardaría. Con todos aquellos pensamientos queda dormido en el sillón, feliz.
Al día siguiente, le ha preparado un desayuno abundante y nutritivo, como le gustaba a su hijo. Durante unas horas, todo el despliegue de comida permanece en la mesa de la cocina sin que salga Pedro. Finalmente se decide a ir a la habitación para llamar con suavidad a la puerta. Aguarda unos minutos, pero no hay respuesta. Tras insistir varias veces de nuevo, opta por abrir con su llave. Cuando lo hace, descubre que se ha ido, con todas sus cosas. Se maldice por no haberse dado cuenta mientras dormía en el sillón. Sale de la habitación y va a la cocina donde había dejado el móvil. Busca el teléfono de Pedro y duda si llamar. La aceleración de sus latidos no le deja pensar con claridad. Pero sabe reconocer las derrotas. Y en esta ocasión, sólo resta una cosa por hacer. Busca el listado de las llamadas recientes y finalmente marca.
—Sucursal nº3, buenos días, le atiende Yolanda Martí.
—Hola, Yolanda. Soy Tomás. Necesito que me anules la transferencia de dos mil euros que mandé ayer a Estudio 33.
—Ya te dije yo que a tu edad un tatuaje no lo veía. Y además no te hace falta para lucir.
—Gracias, querida. A ver si quedamos pronto para tomar un café.
Hola, Jose
Te ha salido un texto fluido y ordenado, me ha gustado.
Pobre Tomás. Qué duro perder a un hijo, el dolor es inimaginable. Me has hecho pensar en la soledad no deseada de tantas y tantas personas, en lo difícil que es para ellos salir de ese estado. Él quiere recuperar las sensaciones de tener a un hijo cerca (o a alguien que se lo recuerde), de ilusionarse a través de él. Pero Pedro no se ha dejado, lástima.
En lo formal, solo he visto una cosa:
“Tomás se marcha al baño, se mira al espejo y se lava la cara con agua fría cuatro veces. Sin secarse, vuelve su reflejo al frente. A su mente le viene una imagen, unas nalgas prietas, tatuadas, percutiendo SOBRE LA MUJER DE TOMÁS”. Si estás hablando con el foco en Tomás tendría que ser “percutiendo sobre su mujer”.
Te veo con ganas de mantener nuestra web. A mí me da un poco de pena dejarla semanas sin nada. Intentaré publicar algo aunque sea corto antes de que nos toque volver a publicar.
Un abrazo.
Hola Jose.
Me ha gustado mucho tu relato. Me ha dejado muy buenas sensaciones como lector. Me ha atrapado y he deseado seguir leyendo para ver que pasaba. Me ha gustado el planteamiento, el punto de vista de los dos protagonistas, la historia se centra en ellos y en lo que ocurre entre ellos. También esta bien como lo resuelves, hay un desenlace de los muchos que nos podíamos imaginar.
Me gusta como blanqueas inicialmente a Tomás, ya que Pedro piensa que puede ser un depravado, tomás lo intuye y lo arregla con una cita en estilo directo. Lo bueno de esto, es que el omnisciente no nos ha confirmado la blancura de Tomás y aunque Pedro ya está tranquilo, los lectores seguimos intrigados por las intenciones de Tomás.
Y ahora hago una lista de pequeñeces, y si solo hablo de pequeñeces es porque el resto está muy, pero que muy bien.
-“La puerta del zaguán”. me ha sonado raro, “La puerta tras el zaguán” o simplemente “La puerta”
-“Dicen que los sabores, si prestamos atención sólo a eso, se realzan.”, Sustituir eso por ellos.
-Referirse a Tomás como “el hombre”. Una vez presentado tomás es tomás para el lector y no el hombre. Cuando te poner desde el punto de vista de Pedro, todavía puede colar, pero cuando es el omnisciente el que nos aclara en los diálogos no me gusta que se refiera a él como el hombre. Entiendo que hay cambios de foco y que no quieres repetir Tomás, pero esta solución no me acaba de convencer… y tienes soluciones fáciles; no alternar tanto el foco (no siempre es necesario), se puede decir lo mismo desde el punto de vista del otro y así evitas focalizar. Que los diálogos dejen claro donde está el foco. Bueno, espero que me entiendas.
Y ya nada más. Aprovecho para felicitarte el año y desearte que sigas escribiendo así.
Abrazo
Jorge