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            El día ha amanecido soleado, con la plenitud típica de esas primeras fechas de primavera que llevaba meses sin asomar. Después de un invierno muy severo, con las habituales nevadas que secuestran la movilidad, la calidez de esta mañana es un regalo para aquel pueblo situado en medio de las montañas.

           Hoy se guarda luto. Cándida ha fallecido después de una vida de ochenta años. Casi todo el pueblo ha asistido, excepto los jóvenes, que tienen en el horario escolar a su mejor aliado para no acudir al evento.

           A la salida de la iglesia, camino al cementerio, en el cerro más próximo, algunas mujeres, que van de negro desde el final de la guerra, comentan. Hacen corrillo y apenas se escuchan unos murmullos poco disimulados. Mientras hablan no dejan de mirar a una extraña que contempla la escena, apartada. Como en un pueblo cualquiera con menos de quinientos habitantes, se conocen todos y cuando aparece alguien nuevo, el recelo y la curiosidad se posan en el ánimo.

           Pero ella no es extraña. Aquel fue su pueblo hasta los veinte años, cuando se marchó para no volver jamás, hasta hoy. Sin embargo, allí seguía teniendo conocidos que la mantenían informada de las cosas que le importaban, como aquel fallecimiento. Apenas conocía a la difunta pero llevaba tiempo esperando que sucediera. No era una espera de «ojalá se muera ya». Simplemente quería estar informada cuando sucediera porque aquello desencadenaría una serie de acciones por su parte. Ella, Raquel, se divorció muy pronto. Antes de los treinta ya había pasado por la vicaría y después, para zanjar la relación, por el juzgado. En lo que duró el matrimonio, le había dado tiempo a tener dos hijos, lo que le hizo la espera más amena.

           Tomás era su mejor amigo en el pueblo. Llevaba casi sesenta años sin verlo ni hablar con él, ni intercambiarse una simple postal de Navidad a final de año. Y eso que no terminaron mal. Siempre iban juntos, hasta el último día. Donde estaba Raquel, allí se podía encontrar a Tomás. Yendo a la Fuente de la Concepción, cada viernes a la salida del colegio; recogiendo la ropa tendida en los arbustos que las madres habían dejado secar junto al río, donde lavaban; corriendo por los prados y retozándose cuando el calor había secado el terreno tras la larga época de lluvias.

           Ellos iban creciendo y seguían pareciendo niños cuando estaban juntos. Pero en el suéter de Raquel empezaron a abultarse dos protuberancias y la voz de Tomás comenzó a desafinarse al tiempo que el vello le crecía por la cara. Habían pasado tantos años siendo rosal y espinas, lluvia y arco iris, que casi no sabían relacionarse con nadie más. Y algunos sentimientos no los entendían. Raquel y Tomás compartían, siendo jóvenes, una cualidad, o un defecto. Ambos eran testarudos, tanto como la mula de Gervasio, inmanejable como ella sola. Para Tomás, aquel pueblo lo era todo. «He nacido aquí y moriré aquí, como toda mi familia», repetía hasta aburrir. A Raquel, en cambio, esa vida le agobiaba. De no ser por Tomás, «no sé qué hubiera sido de mí», confesaba a su madre las veces que se sinceraba. Quizás por ello no se separó de él… hasta que ya fue imposible disimular su anhelo por escapar de aquel pueblo rodeado de montañas, lejos de todo. Ella quería maquillar a estrellas de cine, siempre se lo había contado a Tomás, en esos días en los que, tras correr, sudar y gritar, se tiraban sobre la hierba mientras el firmamento tomaba tonos oscuros.

           Nunca hubo un beso entre los dos. El hueco que quedó entre sus labios, el aire que apenas llena para sobrevivir pero que no alimenta los deseos, tan solo los anestesia, ese hueco se selló con una promesa, el día antes de marcharse ella: terminemos nuestras vidas juntos, aquí. Salió de la boca de ella e impactó en las pupilas de él, que empezó a llorar. No hubo beso, pero sí un apretón de manos. A Tomás, aquel contacto le volvió a desatar una erección, como cada vez que ella acercaba su piel, excitación que otra vez era muda y tímida, pero inevitable incluso ese día, cubierto con un chirimiri de lágrimas. Tras el apretón, no se pudieron contener y se abrazaron, pero ella evitó señalizar el camino a sus labios. Sabía que lo hubiese complicado más y Raquel no quería tomar decisiones contrarias a sus ganas de ser alguien que aquel pueblo no contemplara.

           Hoy está allí, a la puerta de la iglesia, esperando que Tomás salga. Hay demasiados ojos y no se va acercar. Meterle en un apuro es lo último que quiere. No sabe qué cara tendrá ni cómo se lo va a encontrar. Ha pensado muchas veces en este momento. Quizás vaya empujando un andador, como ha visto a tantos hombres de su generación, en la ciudad. O vaya con una bombona de oxígeno tras años fumando.

           Un regusto de arrepentimiento brota en su cabeza. «¿Qué estoy haciendo aquí? Con lo tranquila que estaba en mi casa. Seré estúpida». Ese pensamiento olvida todo el tiempo que ha deseado a aquel hombre, al que no conoce, y que sólo recuerda de cuando era casi un niño. Ansía algo que no ha existido más allá de su imaginación. Mientras divaga, se da cuenta que los últimos participantes en la procesión están saliendo del recinto sagrado. Son tres hombres, con ropajes oscuros de corte antiguo. El del medio, más alto, es Tomás. Lo reconoce por el tamaño y sus cabellos ondulados. Recuerda ese corte de pelo. Lo ha mantenido pero ahora está cubierto de canas. No hay andadores, ni bombas de oxígeno. Su complexión es fuerte, por el trabajo rudo del campo, y a pesar de tener ochenta años parece estar en buen estado de salud. La piel de Raquel se eriza por el deseo, aunque el rostro triste de él le remuerde la conciencia y retrocede un par de pasos para no ser vista.

           Deja que la comitiva se aleje para seguirla a lo lejos. Durante unas horas desaparece de la calle y se resguarda en casa de su conocido. A la mañana siguiente recorre la distancia que le separa de casa de Tomás, la casa que había sido de sus padres, antes de sus abuelos y, mucho antes de sus bisabuelos. Cuando llega a la puerta, se queda unos segundos preparando las palabras. Su cabeza es un revoltijo de pensamientos que circula sin control. Decide no hacer caso a lo que le viene de arriba, para dejar que lo que salga provenga del centro, de su corazón. Coge la cara del ángel que hace de aldaba y da tres golpes, tan fuertes que parecen avisar al pueblo entero del acontecimiento que en breve sucederá. A los minutos la puerta se abre y aparece el mismo hombre que vio el día anterior. Él tarda unos segundos en reaccionar, tratando de entender quién es esa octogenaria elegante, de pelo corto y maquillada como ninguna otra mujer de allí. Ella permite en silencio que él se vaya asentando. Es difícil saber si las lágrimas de Tomás han brotado antes que la sonrisa; la misma sonrisa del adolescente que él había olvidado. Así permanece agarrando la manija de la puerta entreabierta, llorando y riendo, cada vez más llanto y menos risa. La respiración se complica por momentos, parece que no esté entrando el aire con facilidad. Raquel, que ha dejado de sonreír al verle la dificultad, decide terminar de empujar la puerta, tomarle de las manos y ponerse de puntillas para darle un beso de esos que declaran intenciones.

Él cerrará rápidamente la puerta, antes de que se separen sus labios. Ninguno querrá decir nada, tras el silencio que, en sus vidas, de apariencia, divergentes, se profesaron. Sus cuerpos se mecerán al compás de una pulsión interrumpida, sobre un colchón estremecido de asombro, tejiéndose, entre idas y venidas, la presunción de que la promesa pueda ser cumplida.

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  • Natalia dice:

    Hola, Jose
    A mí es que me encantan estas historias de cerrar círculos, de concluir lo que quedó por resolver.
    Y los amores imposibles son de mis predilectos, esa pulsión, esa atracción que no encuentra lugar en la vida de dos personas, por tener objetivos de vida diferentes o situaciones vitales desacompasadas. Cuánto fantaseamos con ello, cuánto romance sin concluir.
    Te diré que me ha gustado el texto, en general. Creo que está bien escrito. Pienso que hay alguna frase que no me acaba de cuadrar y que ha parado mi lectura para hacerme pensar en otra forma de expresarlo. Ya te las he comentado por email.
    Lo que me ha pasado es que, cuando estaba en el momento culminante, por fin, el reencuentro tras sesenta años, he sentido como que estaba viendo una película y habían saltado los plomos. No nos puedes dejar con la escena a medias. Ella le besa, sí. ¿Y ya está? ¿No hay una charla sobre sus vidas, sobre si han sido felices, si se han recordado o echado de menos? Siento que el relato está incompleto. No sé cuáles serán tus sensaciones.
    Pero me quedo con buen sabor de boca. Me ha gustado la ambientación, el pueblo, las montañas y esta mujer que, hace sesenta años, decide que no hay espacio para todas sus inquietudes y huye de su vida previsible.
    Enhorabuena y gracias por seguir aquí 🙂
    Un abrazo.

    • Jose dice:

      Gracias por comentar tan rápido. Hoy estoy fuera de casa y es complicado pararme a ver las correcciones. Me alegra que te gusten estas historias. Sobre el final, pensé que dejarlo así era respetar la intimidad de ellos dos, como que lo que saldría a partir de ahí podíamos intuirlo. Pero pienso cómo terminarlo para que parezca más cerrado.

      Abrazos.

  • Jorge dice:

    Hola Jose.
    Me ha gustado la historia. Es bonita, emotiva, hermosa. Me gusta que esté ambientada en un pueblo.
    Un desencuentro de 60 años da para que conectemos rápidamente con los protagonistas, a mi me ha cautivado.
    A mi el final me ha gustado. Un beso furtivo que los reúne de nuevo es suficiente (espero que Natalia no me lo tenga en cuenta). La continuación de la historia me la puedo imaginar yo. Claro que esta historia puede durar mucho más si nos ponemos, pero que se hayan reencontrado está muy bien.
    El texto está muy limpio, no he visto apenas cosas a corregir. NO me ha gustado el detalle de la erección, quizá hubiera utilizado otra cosa para decir que sentía deseo y que estaba excitado, pero es opinión pura de lector.
    Gracias por escribir.

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