Aquella mañana amaneció con la quietud que dan los sueños reparadores. Habían terminado las semanas de tensión con las mediciones del día anterior, que mostraban una evolución significativa, en la línea de la hipótesis planteada al inicio. Se relamía los labios imaginándose en la lectura de su estudio, ataviado con un elegante traje, ante una audiencia solemne, durante el congreso bianual organizado por la Sociedad Científica Laboris. Sin embargo, al momento, interrumpió ese estado obnubilado para ponerse manos a la obra, una jornada más.
Tras enfundarse la bata blanca se dirigió al laboratorio, en el sótano de su casa. Desde que la Facultad de Fisiología le había interrumpido precipitadamente la beca, tenía que investigar por su cuenta. «Un día haré callar todas las bocas de los que ahora me dan la espalda», pensó mientras retiraba los tres candados que mantenían infranqueable la puerta de acceso a la zona de trabajo.
Una vez dentro, atravesó la oscuridad, moviéndose con destreza y llegó hasta la pared donde empezó a tirar de las correas para levantar las persianas. Lo hizo con lentitud, como veía hacer a su madre cuando de pequeño le despertaba.
La casa está construida sobre una colina y aunque esa estancia forma parte del sótano, tiene ventanales a través de los que contemplar el valle virgen. Desde allí, no parece verse rastro humano alguno. Es el lugar perfecto para llevar a cabo un experimento de aquellas características, pensaba cada vez que recogía aquellas persianas, y más si, como aquel día, el sol se despertaba pletórico en su generosidad.
Los rayos de luz sobre su rostro y él, en gesto de rendición, con los párpados desplegados, para recibir algo de calidez a su vida. Por un instante había olvidado que no estaba solo en el laboratorio y, con un giro rápido, empezó a hablar, dando por finalizada la descortesía.
—Buenos días, señorita —dijo con voz enérgica—. Espero que haya dormido igual de bien que yo. Los resultados de ayer fueron magníficos. Sin su esfuerzo esto sería imposible.
La joven no dijo nada. Ya no recordaba cuantos días habían pasado desde aquella tarde en que, cuando iba a entrar en su coche, el hombre bajito y con el pelo desordenado, la persona que tenía ante ella, la durmió con cloroformo e indefensa, trasladó contra su voluntad.
La selección de aquel sujeto experimental fue minuciosa, «cómo correspondía para un estudio de tal envergadura», se decía a sí mismo. Si bien fue muy fácil obtenerla. Tan solo había tenido que esperar pacientemente a ser atendido en una óptica, mientras captaba todo lo que se decía en ella. No necesitó más que una tarde de simulado interés por unas gafas de sol, cuya elección nunca llegaba a realizar, para desespero del dependiente. «Atienda usted a la gente, no se preocupe por mí», le decía como parte del plan. Y así fue como dio con un sujeto con características normales y una relevante miopía.
Una semana necesitó el secuestrador para conseguir graduar la dosis de sedante y permitir que hubiese cooperación por parte de ella sin dejarla dormida. Tras ese tiempo, ella redujo su resistencia, dejó de preguntarse qué demonios estaba ocurriendo. Que aquel hombre no tuviese un interés sexual hacia ella la dejaba más desorientada y temerosa. Aunque llegó un momento que la lucidez desapareció por los químicos que se tomaba a la fuerza.
Otra semana más necesitó el científico para explicarle en qué consistía el experimento y cómo quería que ella colaborase. Aquel hombre mostraba una emoción incontenida mientras le hablaba de los logros que esperaba obtener, ajeno al estado de la joven, que no llegaba a contagiarse de la pasión.
—Esta es la primera vez que se validará científicamente el entrenamiento ocular, originario de la India. Durante ocho semanas realizando los ejercicios visuales, usted conseguirá mejorar su visión. El grado que alcance es lo que está por ver. Para garantizar la bondad del experimento, controlaremos el resto de variables.
Por fin, al decimoquinto día, ella se rindió. Comprendió a duras penas, que un experimento tiene un principio y un fin y que, para llegar a término, ella debía poner de su parte. Si hubiese una mínima posibilidad de que la soltara era necesario concluir la investigación.
—Le ayudaré con su experimento—acertó a decir, entre murmullos, la mujer cuyo menudo cuerpo estaba agotado por el estrés.
—¡Magnífico! —le respondió el doctor, al tiempo que revisaba las sujeciones mecánicas de pies y manos de la joven que estaba postrada en una cama estrecha.
Las jornadas transcurrían con un intenso trabajo. Ella, sentada y maniatada, seguía las instrucciones del experimentador durante largas sesiones triples. Le llegó a inmovilizar la cabeza para que mantuviera la tensión. En ocasiones le espetaba que tuviera más disciplina. A pesar de no haber hecho ningún movimiento violento, aparte de tenerla secuestrada, ella sentía miedo por posibles represalias en caso de no llegar a lo que le exigía. Los tranquilizantes se fueron sustituyendo por sustancias estimulantes para que ganara rendimiento. En algunos momentos, tuvo taquicardias pero las ocultó, dentro de su intención de no comunicarse con el hombre que «había decidido joderme la vida».
Ella respiraba tranquila cada vez que obtenía mejoras en su capacidad visual. Él le explicaba cómo el globo ocular se iba haciendo más redondo, perdiendo su forma ovalada. Ella, la señorita, como le llamaba el doctor, apenas mostraba interés por la información que le proporcionaba. Quería decirle que se dejara de tonterías, que tenía entre sus manos la vida de una persona a la que no conocía, por cuya vida jamás preguntó. Se miraba las muñecas mientras él seguía y seguía dando información anodina y veía las marcas de tantos días atada a aquellas correas, que parecían extraídas de algún manicomio. Sólo pensar quién las habría podido llevar antes que ella le producía náuseas. Necesitaba sedantes pero su orgullo, tantos años soterrado primero ante su padre y después ante su jefe, le impedía implorar clemencia. Esas correas iban alimentando el odio pero ella se limitaba a poner de su parte. La oportunidad vendría tarde o temprano, quería pensar; simplemente debía ser paciente. Dios aprieta pero no ahoga, se decía un día tras otro.
Transcurrieron las semanas, y a la señorita le parecía toda una vida encerrada en aquel lugar. Los recuerdos anteriores a ese laboratorio se le difuminaban a medida que se sucedían los días teniendo que hacer sus necesidades en el orinal que el investigador le ponía a determinadas horas del días, como si se tratara de una mascota, a la que le dicen cuando mear y cagar. Había mucho rencor por ello pero fingía normalidad en espera de que el experimento llegara a su fin. Parecía que estaba cerca. Una mañana entró con su bata blanca y tras levantar las persianas le comunicó los resultados.
—Estimada señorita. Me complace informarle que ha recuperado cuatro dioptrías en cada ojo. Prácticamente no necesita utilizar las gafas.
—Eso es una gran noticia —le dijo con una voz neutra, inanimada.
—Ahora solo falta por ver cuanto perderá sin entrenamiento. Queremos conocer si la mejora se mantiene en el tiempo. Desde hoy iniciamos la fase 2 que durará cuatro semanas.
Aquella información le cayó como un cubo de hielo picado. «En ningún momento el malnacido había hablado de una segunda fase», pensó, sollozando en silencio.
Sin ni siquiera percibir el cambio en su rostro, él siguió hablando, anticipando los cambios que se esperaban e informando en qué consistiría ese tiempo sin entrenamiento. Ella ya no escuchaba, tan solo buscaba la forma de soltarse de esas correas. Intentó calmarse aunque no descartaba dejarse llevar para que le diera un ataque de ansiedad y le tuviera que administrar algún sedante. Se quería morir. Sin embargo, sacó fuerzas para tener el temple suficiente y urdir algún plan. Tal vez intentara seducirle, quizás adoptara un papel de mujer fatal y le dijera obscenidades para que él se abriera a la tentación carnal. Le causaba repulsión imaginarse eso pero debía llevar su mente a otro sitio, a lugares hermosos, cálidos. Le pedía perdón a su cuerpo por los sacrificios que iba a realizar. Tomó conciencia de éste, una vez más. El olor que emanaba de su piel era vomitivo. No entendía cómo no le molestaba ese hedor a aquel hombre, de aspecto limpio aunque con una cabellera poblada y desordenada.
La señorita no se decidía a poner en práctica el plan. Tan solo quedaban dos semanas para el final. Añoraba el entrenamiento visual porque los días se le hacían más cortos. Aunque al menos, pasaba más tiempo sola, lo cual agradecía. En todo ese tiempo hizo repaso de su vida. Pensaba que era como haber muerto, sólo que quizás tuviese una oportunidad de volver a ser persona y cambiar todas esas cosas que no le habían proporcionado una existencia feliz. El encierro le estaba ayudando a soltar muchos apegos, que ahora veía estúpidos. Los veinte segundos de microondas para calentar la leche, comprobar su móvil antes de dormir, llevar el coche impoluto, dejarse manipular por Ana, para que no se enfade y deje de llamarla, poner una voz educada cuando la supervisora le telefonea en mal momento. Tenía una extraña fuerza, desconocida en ella. O quizás era un odio disfrazado de fortaleza.
El doctor llevaba unos días descompensado. En aquella espera con menor demanda de trabajo tuvo algún fugaz sentimiento de soledad, ese hombre del saco que le recordaba cómo habían ido sus relaciones con el género humano. Iban y venían tales episodios, intercalados por un esfuerzo enorme para escapar de ellos. La medicación le ayudaba a serenarse e incrementó la dosis de quetiapina por propia iniciativa.
Se acercaba el final de la segunda fase. La señorita fue comprobando cómo el doctor estaba perdiendo la energía, se iba apagando. Sin saber por qué, empezó a sentir lástima por él. Tenía la sensación de que le convenía que aquel hombre solitario volviera a recobrar el espíritu inicial. Sin embargo, se dio cuenta que él empezó a preocuparse por ella, con gestos extraordinarios. En uno de esos, el primero, le aflojó las hebillas de las correas y tras comprobar el estado de la piel, le aplicó una crema, en silencio, con cuidado pero sin lascivia, con el mismo esmero con el que llevaba a cabo su trabajo de laboratorio. Ese gesto de humanidad le generó de inicio repelús, pero pronto se tranquilizó por el alivio que le produjo. Sus miradas se cruzaron y una sonrisa muy tenue pareció dibujarse en el ahora cuidador. En ese espacio de apertura, ella tuvo el impulso de preguntarle cuándo terminaría todo. Sin embargo, dedujo que era demasiado pronto y no quería perder las posibilidades de esa vía inesperada.
A cuentagotas se sucedieron esos momentos, con una lentitud exasperante para ella, aunque estaba aprendiendo a marchas forzadas el arte de la paciencia. Al quinto día de ese primer acercamiento, ella le habló, pero no sobre ella, conviniendo que ir al grano le perjudicaría.
—¡Qué contenta estoy de que pronto salga a la luz su trabajo y se le reconozca como un científico de renombre!
—No echemos las campanas al vuelo. Mañana es el día de las mediciones finales y comprobaremos cómo ha evolucionado su vista.
—Yo me noto igual que hace cuatro semanas. No creo que haya perdido mucho. Por cierto, no se lo había dicho pero ha sido un placer ser su sujeto experimental — dijo casi sin pensar y haciendo un gran esfuerzo por parecer sincera.
El hombre se le quedó mirando, sin decir nada, lo que pareció una eternidad para ella, y empezó a dudar de si el efecto había sido positivo. Se arrepintió pero prefirió no tratar de arreglarlo.
El día siguiente empezó temprano, un poco más de lo habitual. El hombre parecía impaciente. Una inusitada aspereza se había instalado en sus maneras. Apenas habló y tras la toma de datos se marchó. Aquello dejó a la señorita confundida. «Quizás esté planeando terminar conmigo», pensó horrorizada. Durante el resto del día el hombre no apareció, ni para darle de comer ni colocarle el orinal, por lo que finalmente se hizo sus necesidades encima. Estaba totalmente fuera de sí, y empezó a gritar pidiendo socorro. Así estuvo varias horas hasta que el sueño le venció, entregándose de nuevo a un fatal destino.
Una extraña sensación la despertó. Para su asombro, las correas estaban sueltas y nada le impedía ponerse en pie. Cuando se levantó notó su cuerpo incómodo, sucio, pero ahora eso era anecdótico. Fue hasta la puerta, que no estaba cerrada y salió a un pasillo desconocido. No había rastro del hombre y ella intentaba moverse con sigilo ante la contrariedad de la situación. Quería correr pero se contenía para buscar la salida sin ser vista. No entendía nada pero sólo le movía el instinto. Finalmente encontró la puerta principal y se abalanzó sobre ella para abrirla con rapidez. Unos pies que habían olvidado andar ahora intentaban correr, pero sólo conseguía desplazarse con un movimiento torpe, caótico y lastimoso, sobre el frío asfalto. Uno metros más adelante, en un cruce de calles, una furgoneta casi la atropelló y el conductor, sobresaltado, le profirió palabras soeces. Ella no se dio por aludida y tan solo pudo decir, con una voz exhausta y entrecortada, «Soy Noelia Castelnovo y necesito que me lleve a la comisaria más cercana».
Pasaron las semanas y llegó el momento de dejar la residencia de sus padres para volver a su propia casa, que añoraba más que nunca. Como cada vez que abría la puerta del zaguán, se dispuso a revisar el buzón. Estaba lleno de cartas del banco y de sus contratos de suministros pero sobresalía un gran sobre, algo voluminoso, cuyo remitente era el doctor Pietro Garev, el mismo que la tuvo secuestrada. Quedó aterrorizada y lo soltó de las manos. Aquel hombre estaba en paradero desconocido y tal vez fuera a por ella de nuevo. Llamó a su padre para que viniera a recogerla. Los minutos pasaban y se decidió a tomar el sobre de nuevo. Lo abrió y vio que en su interior había un libro anillado con la investigación realizada. Adjunto había un folio manuscrito, con una caligrafía irregular, de difícil lectura.
«Estimada señorita,
A estas alturas mi cuerpo ya descansará en el fondo de un lago. Le estaré eternamente agradecido por ayudarme con la investigación. El trabajo llegará en unas fechas a diversas revistas de investigación que decidirán si tiene la bondad suficiente para ser publicado. Me he tomado la libertad de acuñar el método aplicado como Castelnovo. Espero que no la importune».
Aquel hombre la había vuelto a dejar desorientada. Recobró la calma y volvió a hacer una llamada.
—Papá, no hace falta que vengas…Dios aprieta pero no ahoga.