El silencio de la habitación queda interrumpido por un sorber de mocos. Es Claudia, que está sentada hacia la ventana con el cuerpo reclinado sobre el escritorio. Alarga el brazo para alcanzar la caja de pañuelos, pero descubre que está vacía. Decide limpiarse la nariz con la manga de la sudadera. Tras unos minutos con la cabeza sostenida por ambas manos se gira y, con ojos enrojecidos, empieza a hurgar en el último cajón de la mesa auxiliar. Durante la búsqueda, con su figura agachada, queda al descubierto el escritorio, con una disposición caótica de enseres: libros de primero de bachiller, varias novelas de romanticismo juvenil, un set de pintauñas baratos, su diario abierto por la página del día y una tableta, con el vídeo congelado de una rubia perfecta, de la misma edad que Claudia y varios millones de seguidores. Cuando esta se reincorpora lleva entre las manos un pañuelo. La respiración empieza a escucharse acelerada mientras, con la extremidad liberada, retira el atillo que envuelve la tela. Se descubre una pistola. El brillo del metal negro cincela su rostro donde el miedo y la decisión entran en litigio. Deja el arma, una Glock 43X, sobre la mesa y se levanta para abrir el armario. De una caja de zapatos, extrae unas botas sucísimas y desgastadas. La habitación se impregna de un olor fétido que ella no parece percibir. Sin perder tiempo, introduce la mano y saca un calcetín grisáceo lleno de algo. Vuelve al escritorio y vuelca el contenido de forma precipitada. El ruido metálico de objetos impactando sobre la madera parece asustarle. Son balas. Se queda parada un instante y, después, vuelve a la acción pulsando la pantalla del dispositivo; la chica de Instagram empieza a hablar sobre las vacaciones que se está pegando a costa de sus patrocinadores, a los que enumera en rauda retahíla. Sin prestar atención visual, Claudia saca el cargador para colocar las balas de una en una. «Tampoco necesito muchas», dice, aunque introduce todas las que tiene. Después agarra un bolígrafo y escribe algo en el diario.
La cosa se pone fea. Maldita la hora en que me hice narrador testigo, aunque tampoco tuve más opciones. Aún recuerdo, al poco de llegar a la Escuela Mágica de Narración, cuando se me ocurrió decir que quería ser narrador omnisciente. Las risas que provocó aquella declaración se siguen oyendo en toda la región. Un narrador omnisciente es un dios, me decían, un ser mitológico que todo lo sabe, que nada le sorprende y tú, mírate, eres una piltrafa. Y así me quedé; el narrador piltrafa me empezaron a llamar. De aquellos barros estos lodos y, ahora estoy acojonado por lo que Claudia vaya a hacer. Si fuera omnisciente tal vez pudiera pararla o, al menos, mirar esta realidad ilusoria con la tranquilidad del que conoce su final.
Vuelvo a fijarme en ella. Coloca el móvil al lado de la tableta y, apoyado en un soporte, abre la aplicación de vídeo. Empieza a grabar, toma la pistola y da unos pasos hacia atrás. Respira hondo. Está convencida.
—Hola, a todos. Este es el último vídeo. Prometo que hoy terminan las discusiones, la adolescencia, mis mierdas y todo lo que me ha llevado hasta aquí. Estoy harta, por no decir hasta el coño, de esta basura de sociedad y seguir con esto es alargar la agonía. Estáis todos zumbados y creo que lo más cuerdo es lo que voy a hacer.
Levanta la mano y por primera vez aparece el arma en el encuadre de la grabación. Contra todo pronóstico sigue hablando entre proclamas y parece olvidarse de la pistola que cada vez está más cerca de su cabeza. Con cada palabra hay más enfado hasta que no puede más y vuelve a llorar. No es un llanto triste sino rabioso y, al hablar ya no hay control en el ritmo y la saliva sale disparada por todas partes. De repente se detiene con la respiración completamente desbocada. Baja la mirada a la moqueta, parece contar hacia atrás y cuando vuelve a enderezar su rostro eleva la pistola para apuntarse en la sien.
—Esto se ha terminado.
La mano le tiembla y sigue llorando. Los segundos se estiran en el infinito hasta que rectifica la posición del brazo, agarra la pistola con las dos extremidades y, tras apuntar hacia el frente, dispara a la tableta y, a continuación, al móvil.
Suelta la pistola y ahora solo quedan retazos de un llanto lastimoso. Se tira al suelo y se hace un ovillo con la cabeza dentro de las piernas.
Respiro aliviado. ¿Qué habría sido de mí si me hubiese tenido que quedar en esta habitación con una adolescente y sus sesos esparcidos sobre el suelo? ¿Hubiese tenido que presenciar a su madre, fuera de sí, al ver a su hija derrotada? ¿Y después qué, condenado a permanecer en una habitación que seguramente no tendría más uso que el de santuario de la hija que ya no está? Es puro egoísmo, lo reconozco, pero la esencia de un narrador es tener algo que contar.
Paro esta rumiación cuando Claudia levanta la cabeza y busca con la mirada la pistola. La encuentra y, desplazándose a gatas, la toma. Se levanta, apunta hacia la mente del autor y, antes de disparar, sentencia:
—Anonimato.
Hola, Jose
Qué bien volver a leerte por aquí 🙂
Es un texto bien escrito, que refleja tu buen hacer.
Me ha resultado curioso y me ha hecho pensar en esto de escribir y en el equilibrio que buscamos entre saber expresar y elegir el mensaje a lanzar. ¿Tú qué querías destacar? ¿Cuál es la idea?
Por un lado nos muestras una historia cruda, que da pavor. Sobre todo, a quien es padre/madre de un o una adolescente expuesto a este mundo de frialdad y apariencia que reina en las redes. Es un tema muy preocupante y duro, y yo ya estaba temiendo el terrible final.
Por el otro lado, está el asunto del narrador. Creo que descarga un poco de drama. Me has sorprendido girando el foco de esta manera. Todavía estoy pensando si es una gran idea o si frivoliza demasiado el primer asunto, que era muy potente. No sé qué pensará Jorge. Veo la idea en otro tipo de historia, menos terrible. Seguiré pensando en ello.
En todo caso, enhorabuena por haber retomado los relatos y por seguir haciendo crecer esta web. Y por arriesgar.
Besos.
Muchas gracias por leer y comentar. Tenía claro que quería salirme de la escena con la personificación del narrador, ofreciendo un recurso pedagógico de exponer algunos de los distintos narradores posibles. En concreto, toda la narración ha pivotado en la limitada posición del testigo, desde su visión detrás de la chica. Esa limitación es la limitación de quién no entiende hacia dónde van los acontecimientos, como al autor del texto le pasa que no sabe dónde vamos a ir a parar con la tecnología. Tampoco frivolizo porque es necesario que el narrador vea amenazada su situación dado que es un simple testigo (frente a un omnisciente que parece que tendrá más vida en otras escenas). Por tanto era necesario que aflorara la posibilidad del suicidio, sin la cual, el narrador no hubiese dicho esta boca es mía.