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El joven desconocido entró en el comedor, dejó sobre la mesa una bandeja de canapés, besó a la abuela en los labios y se sentó a su lado. En perfecto orden, platos, cubiertos y copas estaban preparados para la cena familiar. Las luces parpadeaban en el árbol de Navidad, y mi madre trabajaba en la cocina. El joven sacó del bolsillo de la chaqueta un pequeño estuche de terciopelo y, al abrirlo, nos mostró dos bonitos pendientes plateados con forma de estrella que, con mucho cuidado, colocó a la anciana. Ella sonreía, con la mirada fija en algún punto situado mucho más allá del comedor. Ni el beso ni la presencia del joven parecieron sorprender a nadie en mi familia. Mi hermana cogió uno de sus canapés y comenzó a bromear conmigo, intentando provocarme con comentarios socarrones.

Sentí deseos de ver a mi madre; me levanté y me dirigí a la cocina. Durante el trayecto por el pasillo, las paredes de la casa cambiaron, y la luz, y los sonidos. Entré en la cocina de la casa del pueblo, la que mis abuelos compartieron durante casi medio siglo. Los dos estaban allí, pero eran jóvenes, sus rostros y manos llenos de fuerza, sin arrugas. Un par de niñas jugaban con muñecas, sentadas en el suelo, y una de ellas era mi madre.

En la mesa, mis abuelos compartían una botella de vino y una cesta de nueces con el vecino, Leandro, que siempre había sido como de la familia. Hacía calor; a mí lado, un aromático pan se cocía en la cocina de leña, cuyo hierro forjado relucía como nuevo. Centenares de baldosas blancas cubrían las paredes, y las gallinas picoteaban grano al otro lado de la ventana. «Es él», me dije. «Leandro es el joven que se sentó con nosotros en nochebuena». Mi abuelo, con la mirada clavada en el mantel de cuadros, partía las nueces con las manos desnudas. Advertí cómo Leandro susurraba algo al oído a mi abuela. Ella sonrió. Entonces ambos me miraron, se levantaron de la mesa, le pidieron a mi abuelo que se quedara con las niñas diez minutos, y me hicieron un gesto para que les acompañara a la calle.

Cruzamos el estrecho patio, donde las gallinas, nerviosas, se afanaban buscando alimento entre las losas de piedra. Una vez en la era, Leandro sacó unas llaves del bolsillo; comprendí entonces que nos dirigíamos a su almacén. De repente se puso a mi lado y rodeó mis hombros con un brazo fuerte y cariñoso. «Ahora compartimos un secreto, Alberto», me dijo. Me fijé en sus orejas, pequeñas y algo puntiagudas, como de duende. Mi abuela miraba hacia la plaza, como queriendo comprobar si alguien vigilaba nuestros pasos. Su rostro de treinta años era muy bello, lleno de fuerza, con unos ojos y un cabello tan negros que parecían desafiar los límites del tiempo.

Llegamos los tres al almacén, y Leandro me hizo pasar. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, pude ver una pequeña mesa de madera, sobre la que descansaba una bandeja de canapés. Sentada en una silla, mi hermana los engullía, uno detrás de otro. De pronto se volvió hacia mí.

—Pequeñajo, tú nunca te enteras de nada, ¿eh?

—¿Tú también lo sabías?

—¡Todo el mundo lo sabía! Incluido el abuelo.

Poco a poco, la luz que conseguía introducirse por los sucios ventanucos laterales me permitió ver las montañas de trigo y cebada que se almacenaban al fondo, contra la pared. Pero no era grano; eran canapés, millones de canapés, cubriendo todo el espacio de lado a lado, desde el suelo hasta el techo.

Algo me rozó la pierna: era la mano de una niña, de mi madre. Agarró mi mano y me miró a los ojos.

—Alberto, ¿es muy difícil ser adulto?

—No te preocupes por eso, corazón. Ven, vamos a jugar a la era.

—No puedo, ya no puedo, tengo que meter el cordero en el horno.

Y mi madre, de vuelta a nuestra cocina de la gran ciudad, se agachó para introducir la bandeja en el horno. La dejé sola y enfilé el largo pasillo para regresar al comedor. El joven ya no estaba allí, y mi abuela se sentaba sola en un extremo, con su encogido cuerpo de noventa años. La abracé por detrás, con suavidad, y susurré en su oído: «es muy difícil ser adulto, abuela». Ella cogió mis manos entre las suyas, y permanecimos así un par de minutos. Sentí calor y refugio, como en un nido. Luego respondió, sin apartar la mirada de aquel punto lejano: «los niños no necesitan engañarse a sí mismos, Alberto. Nosotros sí». En ese momento apareció mi madre por la puerta, y nos avisó de que el cordero estaba en marcha. Dos elegantes estrellas de plata brillaban en sus pequeñas orejas de duende.

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  • Natalia dice:

    Hola, Alberto
    He tenido que leer dos veces el texto, despacio, para enterarme bien.
    Dos tiempos entrelazados, ayer y hoy separados por décadas, con una historia de secretos que puede que no lo sean tanto para los demás, pero sí para el narrador. Hasta que cuadra todo.
    He imaginado todo el rato a un niño de ojos grandes, observando y escuchando todo, procesando y encajando las piezas de un puzle.
    Es como una ensoñación; como si tu narrador se hubiera quedado dormido en el sofá, una de esas siestas muy cortas pero que te sumergen en sueños intensos, mientras preparan la cena. Y en ese sueño, encaja todo. Y descubre que su madre no es hija de su abuelo, sino de Leandro.
    Me ha parecido un texto muy elaborado y trabajado.

    En la parte formal, sólo he detectado un error.
    El posesivo no lleva tilde, aquí: “Hacía calor; a mi lado…”

    Enhorabuena.

    • Jose Romero dice:

      Hola, Alberto
      yo me he hecho un auténtico lio. Se vislumbra un gran fondo. Supongo que una cabeza más desarrollada que la mia lo percibirá sin problemas pero a mí se me escapa. Encuentro giros de tiempo y de lugar que me despistan. Quizás en una escena audiovisual me resultaría más clara. El ambiente se torna onírico cuando van al almacén pero no entiendo con qué fin.

      El texto está escrito con elegancia, como caracterizas.
      En definitiva, que me da mucha rabia no haberle sacado partido a la lectura.
      Abrazos.

  • Jorge dice:

    Hola Alberto.
    Que bien y que alegría poder seguir leyéndote.
    Nos has presentado un relato muy especial y muy humano. Y el narrador se llama Alberto. No sé si seguir pensando o preguntar, pero no voy a hacer ni lo uno, ni lo otro.
    Nos cuentas un secreto de familia cambiando de tiempo, cambiando el espacio y cambiando el aspecto de los personajes. El texto es confuso y deja preguntas sin contestar. Sin embargo, para mí el texto es coherente respecto al sentimiento de la historia que quiere contar. El cambio de tiempo al principio es bastante claro, pero llegando al final, todo se mezcla y es más difícil de seguir, pero el desenlace queda muy claro. Me gustan los detalles de los pendientes y las orejas de duende para acabar de cerrar.
    En el primer párrafo, dices “colocó a la anciana” y esta frase no me ha cuadrado, porque ni para el narrador, ni para el joven es una anciana, es alguien mucho mas cercano (yaya, nona, …)
    Me ha llegado mucho la frase “sentí calor y refugio”. Tanto que me sobra la comparación del nido.
    Enhorabuena
    Nos seguimos leyendo.

  • Yuri dice:

    Hola Alberto,

    Como Natalia, también he tenido que leer dos veces el texto para entenderlo mejor. Coincido en que las transiciones temporales se hacen difíciles, creo que porque pasan varias en un texto de pocas páginas. Te animaría a extenderlo o limitar los saltos.

    Lo que más voy a subrayar es el tono. No sé porqué el tono del narrador me transmite algo como melancolía o bucear por sus propios recuerdos. Tiene un aire intimo y onírico muy bonito. Solo hecho en falta algo de reacción de sorpresa en el protagonista ante los saltos o el secreto.

    Muy buen trabajo!
    Yuri

  • Alberto dice:

    Gracias por los comentarios,
    Es verdad que me dejé llevar por el lenguaje de los sueños y salió un texto extraño, pero me apetecía experimentar. Entiendo que no sea fácil de pillar a la primera, seguramente no me he currado las transiciones temporales para hacerlo más inteligible. José, tranquilo, asumo la responsabilidad jejeje
    Muy buen apunte el del término ‘anciana’, Jorge. Es cierto, registro equivocado!
    Nos leemos

  • Carlos dice:

    Hola Alberto,
    Yo también me he hecho un poco de lío con Leandro y la relación con la familia.
    El ambiente que generas es muy evocador y el enlazar dos tiempos puede dar mucho juego pero creo que no has logrado contar al lector todo lo que tenías en la cabeza, en el último dialogo no logro saber quien dice cada frase.
    En algún momento me ha recordado el anuncio de la navidad en el que dicen que ven elfos, también he pensado que esos canapes es posible que tuvieran un efecto psicotrópico.

    Enhorabuena

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