Un día más ha vuelto a suceder. A unas horas de la noche en las que el sofá parece cobrar vida y envolver en un estado letárgico a quién se pose, un pensamiento, en forma de nebulosa, brota con insistencia delante de ella como una madre que recuerda una tarea pendiente: si no vas a la cama te despertarás de madrugada con la espalda molida.
Esa noción se confunde con la respiración jadeante de una joven en la película de terror que empezó cuando ella ya estaba traspuesta.
Apenas le responden los músculos para zafarse del mullido refugio, el mismo que le ha acompañado en tantos momentos: el orgasmo salvaje con que la pareja dio por inaugurada su nueva casa, las sesiones dobles de película, chocolate y manta, acurrucados y ajenos al mundo, los momentos sin la compañía de él por una jornada laboral que se alarga hasta la medianoche, las lágrimas por las primeras discusiones y, después, el desgarro por las últimas.
Al final consigue levantarse y se despide hasta mañana de su inseparable y silencioso compañero. Con unos ojos entreabiertos, poco dispuestos a colaborar, se desplaza arrastrando los pies, con la apariencia de una anciana aquejada de artrosis, hasta el dormitorio. A oscuras, extiende la mano para estirar el embozo de la sábana pero la palma ciega da con la funda de colchón, áspera y rugosa. Al instante recuerda que no ha recogido las sábanas de la terraza comunitaria y maldice su despiste. Enciende la luz y abre un cajón con más ropa de cama. Saca la primera tela y, al acercarla a la nariz, el recuerdo de una sensibilidad desproporcionada a los ácaros le hace desistir ante un más que garantizado episodio de estornudos, irritación ocular e inflamación de la glotis. La devuelve a su lugar con el resto de piezas bañadas en una invisible sopa de polvo y dirige su atención al móvil. Sus cejas se estiran alarmadas por los dígitos del reloj. Calcula que le quedan cuatro horas de descanso, y anticipa otro día horrible trufado de muchos cafés amargos con falsas promesas aromáticas. Vuelve a mirar el móvil y confirma lo que esperaba: luna nueva.
De un cajón toma la única linterna que tiene, de esas que llevan una cinta elástica que se coloca desde la frente hasta la coronilla, pero cuando pulsa el botón de encendido la pila parece agotada por completo. Se lleva las manos a la cabeza recorriendo la extensión de su melena lisa y se coloca sendos mechones detrás de las orejas para despejarse la frente y las ideas. Al sentarse sobre la cama las piernas empiezan a moverse al ritmo de la estridulación de las chicharras en un día tórrido. De repente abre los ojos como discos y se precipita sobre el bolsillo de la chaqueta, donde guarda los auriculares. Los conecta al móvil y su dedo busca una pista de música épica, una con la que un soldado va al frente fingiendo que le importa un carajo su destino en el cercano campo de batalla. Con la melodía entrando directamente en el cerebro, sin aire que distorsione el mensaje, se provee de una jofaina y sale por la puerta.
Durante la espera dentro del ascensor, recuerda el resuello nervioso de la muchacha de la película mientras es perseguida por un enmascarado que porta un hacha. Se da un pellizco falto de compasión en el antebrazo para que el dolor inunde todo pensamiento. Se vuelve a meter en la música y tratando de imaginar a una mujer poderosa que, espada en mano, descarga furia sobre cuerpos que se desmiembran a su paso.
Llega a la puerta de la terraza, detiene un momento la música por si se escucha algo pero solo el movimiento tímido y rítmico del minutero de la luz rompe el silencio del rellano. Vuelve a ponerse los auriculares, respira hondo y abre la puerta. Una inmensa oscuridad sitia la terraza. Duda un segundo y después traspasa el umbral, la línea que marca donde lo irreal cobra protagonismo. Acelera el paso y baja la cabeza como el que se adentra en un fuego cruzado. Gira a la izquierda para llegar a los cables de tender antes de que sus ojos se acomoden en el negro opresor del entorno. Alcanza su sitio habitual de colgar la ropa, la parte más cercana a la salida, a la vida anodina pero segura. Trata de concentrarse en la melodía pero no puede evitar pensar que, tras la siguiente prenda que descorra, un ser de ultratumba con la piel hecha jirones y ojos inertes, maquillados de muerte y odio, se abalanzará sobre su delicado cuerpo. Escenas de películas que aseguraba olvidadas se agolpan en la soledad de esa noche calurosa. Un escalofrío recorre su piel y la vulnerabilidad de un bebé impregna su ánimo. Estira todas las sábanas sin quitar las pinzas y las hace un ovillo para lanzarlas a las proximidades del barreño.
Se gira con brusquedad a cada poco sin que nada amenazante aparezca. Pero el miedo no entiende de explicaciones racionales; ya se le ha instalado en cada célula, y la música además se ha detenido. Con los auriculares todavía puestos, los latidos resuenan con más intensidad y el corazón se presume decidido a desertar.
Cuando ha retirado todo de los cables, intenta dar un paso hacia la puerta mientras se agacha para recoger el barreño y las sábanas del suelo. El resultado son unos pies que se trastabillan. Recupera la posición y se esfuma de la terraza sin que una presencia astral llegue a contornearse.
En el ascensor empieza a calmarse. Se mira al espejo y no puede evitar pronunciar pero qué tonta eres. Recuerda que es muy tarde y necesita entrar pronto en sueño profundo, aunque la luz desmesurada de la cabina no ayuda. Aprovecha y vuelve a mirar su reflejo, ya sin recriminaciones, y se fija en unas arrugas que han brotado como moho putrefacto. Seguro que la muy guarra tiene la frente perfecta, masculla entre dientes. Ese descubrimiento amargo en el mapa de su cuerpo se difumina poco a poco. No sabe explicarlo pero hay algo que le sosiega.
Abre la puerta de casa rápido y va directa a su dormitorio. Decide no encender la luz y servirse de la tenue claridad que se cuela por el pasillo. A tientas encuentra la sábana bajera con la inconfundible goma de sus esquinas. La sensación agradable del ascensor parece extenderse. Coloca la otra sábana y después toma la almohada para vestirla con la funda. Se la apoya sobre un hombro y empieza a tirar de la tela. Cuando la tiene cerca de la cara identifica la sensación anterior como una fragancia extraña pero placentera. Hunde la nariz en la esponjosidad del reposacabezas y cae en la cuenta de que ese olor no es familiar. Enciende la luz y descubre unas sábanas verdes. Pero qué coño, dice. Piensa y recuerda que ese día su habitual lugar de tender estaba ocupado.
Permanece unos segundos pensando qué hacer mientras el aroma de lavanda concentrado la acaricia sin contemplaciones. Finalmente cede y se echa a dormir.
Al día siguiente tendrá que investigar a quién pertenecen pero esta noche tiene sueños de otra época, de ella siendo niña, durante los veranos en la casa de campo, cuando sus abuelos vivían y la ropa tenía ese aroma fresco y natural que jamás sintió en la ciudad.
Hola, Jose
Tu protagonista ha tenido una mala racha. La verdad es que la sugestión ha tenido un papel importante: peli de terror, oscuridad, soledad, madrugada… todo suma. Los hombres creo que no pasáis por estos miedos a los que las mujeres nos tenemos que enfrentar cuando llega la noche, me he reconocido en esa inquietud. Aunque yo no me pondría música, al revés, querría poder escuchar cualquier ruido sospechoso. Pensándolo bien, yo no subiría a la azotea hasta el día siguiente jejeje Me quedaría en el sofá.
Creo que el texto está bien escrito, he podido seguir los movimientos de la chica, has ido desgranando cada pequeño gesto. Nos das a conocer sus circunstancias de pareja y confirmamos su mala suerte con este final con sorpresa desagradable.
Me ha chirriado que las arrugas “broten como moho putrefacto”, no visualizo la imagen. Y no he entendido que viera sus arrugas y no le gustaran pero que luego haya algo que la sosiega en el ascensor. Quizás podrías profundizar en esa parte.
¿Por qué “reposacabezas” en lugar de almohada? Me suena más cercano.
Enhorabuena por el trabajo y gracias por seguir peleando por nuestra web 🙂
Un abrazo.
Gracias por comentar.
Confieso que a mí también me da reparo subir de noche a la azotea ;).
Lo del moho putrefacto no se entiende porque la comparación va en la línea del desagrado que produce encontrar moho en algo, especialmente inesperado, como una rebanada de sándwich.
La reacción que tiene en el ascensor tras las arrugas es porque su cerebro está registrando, antes de que ella sea consciente, algo agradable (el olor de las sabanas).
Lo de reposacabezas es porque almohada lo acababa de utilizar pero a mí tampoco me acaba esa palabra.
¡¡Seguimos leyéndolos!!
Hola Jose,
me ha gustado como fluyen tus descripciones las he sentido como una prolongación de los sentidos de la chica.
Sin embargo las comparaciones no me parecen propias de la chica, se te reconoce a ti, creo que ganaría si las adaptaras a comparaciones que salieran de la mente de la chica ya que si no se crea un contraste extraño.
Por otra parte la forma de describir los miedos tampoco me han encajado mucho en una chica, aunque supongo que habrá para todos los gustos.
¡Buen trabajo!
Gracias por leer el relato. Acerca de las observaciones que haces, ¿puedes concretar las frases donde hayas visto lo que comentas? No sé en qué puntos del relato estás pensando, ye gustaría poder corregir o, al menos, plantearme arreglar lo que sea necesario.
Hola Jose,
lo he vuelto a leer e igual soy yo que no identifico una chica así.
El caso es que creo que deberías describir a la chica para que conozcamos como es para luego poder asimilar el lenguajes que usas.
Pongo unas frases:
Se vuelve a meter en la música imaginándose poderosa, espada en mano, y descargando su furia sobre cuerpos que se desmiembran a su paso.
Acelera el paso y baja la cabeza como el que se adentra en un fuego cruzado.
Saludos
Vale, ahora entiendo. He cambiado una de las dos frases. La otra, la del fuego cruzado, realmente no se refiere a que ella se sienta partícipe en un combate sino que el narrador explica cómo se está comportando hasta que llega al cable. Gracias de nuevo.