Lo que daría por ver la placa de esta avenida desde una ventana; poco me importaría cuál de todas porque no hay casa fea en esta vía señorial. Correría las cortinas de seda roja y dejaría que los rayos del sol del mediodía dieran los buenos días a mis pelotas, después de haber trasnochado, sin preocupaciones por cómo sobrevivir. Correría las cortinas para fijarme en la placa, metros abajo, con el nombre de la avenida. Ahora, sin embargo, me tengo que conformar con ver la placa, centímetros arriba, en la acera, después de transitar por dos suburbanos, a la altura de las cloacas de la ciudad, para venir al centro, donde solo viven ricachones y otras gentes sin escrúpulos. Mis ojos están apegados a ese rectángulo metálico con fondo verde y letras blancas que indica el nombre de la avenida. No tengo ni idea sobre la dedicación que tenía la mujer homenajeada con esa placa, la mujer que está en boca de todos, generación tras generación; la mujer que ha cumplido con el sueño de la inmortalidad.
Los treinta y tres ya me han llegado y ¿qué he hecho? Nada. Otros levantaron imperios sin pretenderlo a esa edad y yo, mírame, soy un don nadie. Sigo mirando la placa hasta que caigo en la cuenta bajo su influjo hipnótico. Ahora lo veo claro; da igual cómo lo consiga y el motivo que lleve a algún político a pensar en mí, pero, a partir de ahora, solo va a haber una pretensión en mi vida: poner mi nombre a esta avenida. No sé cuánto voy a tardar, seguramente ya estaré muerto cuando ello pase, pero lo voy a lograr.
Claro, ahora viene lo bueno: ¿qué méritos voy a hacer para ello? Me deben de conocer no más de doscientas personas, sin contar familia -a cuyos miembros solo les suena mi cara-, y digo conocer de saber mi nombre y otros detalles, no secretos, por supuesto, sino datos como quienes son mis padres o a qué colegio fui -estudiar ya es otra cosa- o dónde trabajé hasta que me di cuenta de que ir todos los días a un sitio y fingir interés por hacer bien las cosas iba contra mis principios.
En resumen, no hay ni una sola persona que sepa cuáles son mis dones, y entre esas me incluyo yo. Pero los tengo, vaya si los tengo; escuché a algún líder motivacional decir que todos tenemos uno, así que por qué no iba a creerlo. ¿O es que sólo va a pasar por el filtro de la verdad lo que me perjudique? Apañado iría.
Entonces estoy en el punto previo de descubrir en qué soy bueno, aunque esto lo tengo que entender con matices, porque quizás sea un excelente empalador de personas, uno que sabe afilar un listón con una gracia infinita para que se alargue la agonía de la víctima al máximo sin llegar a terminar con su vida de inmediato, por poner un ejemplo abominable, y a nadie en su sano juicio se le ocurriría poner mi nombre a una avenida, a menos que estuviera cerca del castillo de Bran, en pleno Cárpatos.
Por ir descartando, no voy a descubrir un medicamento que salve millones de personas; ni esculpir obras de arte que hagan estremecer -estremecer, ¡qué cursi me ha quedado!-, ni conseguir el voto universal que incluya a perros y gatos; mucho menos ser el mejor nacional en cualquier disciplina deportiva, como tampoco levantar al pueblo para derrocar al feudalismo disfrazado de democracia. Ese tipo de heroísmo es muy jodido, que después te apresan y prueban nuevas formas de tortura contigo. Quita, quita.
Pero, ¿y qué me dices de salvar a alguien o, mejor aún, a cientos de una catástrofe? Solo tengo que esperar a que ocurra algo. Deberé pasar en la calle mucho tiempo, casi vivir en ella, con lo incómodo que es eso, y no en una cualquiera; tiene que ser una muy concurrida, para estar preparado en cuanto haya algo: atentado, incendio, terremoto, robo con rehenes, rebajas de El Corte Inglés…
Bien mirado, sería más fácil salvar a algún famoso de una muerte segura. Alguien que además de popular sea adorado por el pueblo: un futbolista, quizás un artista o, incluso un personaje de la farándula, que lo casposo atrae como el rascarse a los picores.
Pero ¿y si no rescato a una persona sino a un concepto o una idea? ¿Y cuál podría ser? Uf, pensar no es lo mío; antes me viene el de la guadaña que encuentro algo para merecer una plaquita.
Y encima este calor que derrite todo a su paso. El sol, inundando de temperatura el ambiente, el asfalto escupiéndola y yo enmedio. ¿Quién estuviera en un chiringuito ahogando sus penas? Un momento, claro, ¿cómo no lo he visto? ¡Las vacaciones! Tengo que conseguir que las Elecciones Generales se pospongan para liberar a la población del riesgo de estar en una mesa electoral.
Como si lo viera: hombres enfervorizados llevándome en volandas a mi beatificación, mujeres pegándose por desvirgarme, miles de likes en Twitter, mi nombre en libros de Historia y escuelas de negocio usándome como ejemplo de liderazgo subversivo.
Aunque, ¿cómo demonios consigo retrasar las Elecciones? Solo se me ocurre liquidar a algún candidato una semana antes de las urnas y que se sientan obligados a paralizar el proceso por una cuestión de duelo. Tendría que quedar claro que he sido yo y que, con el acto patriótico, me sacrifico por todos mis conciudadanos. Supongamos que estoy dispuesto a hacerlo: ¿cómo podría culminar mi hazaña? ¿En un mitin con una escopeta de largo alcance? El problema es que además de falta de puntería, no tengo armas; ni un triste tirachinas. Y la verdad, para qué engañarnos, los huevos los tengo de adorno.
Quizás esta avenida me quede grande. Podría buscar un callejón sin salida que no tenga números y encargar una placa para colocarla yo mismo por mi cuenta y riesgo. Y cuando lo haya hecho necesito que la gente lo transite, que esté en boca de todos. La pregunta es obvia: ¿cómo lo consigo? Me podría convertir en traficante, esa es la forma más segura de conseguir circulación humana; con un poco de suerte, habría ajustes de cuentas esporádicos y mi calle saldría en prensa. Pero necesito un machaquilla que haga el trabajo por mí a pie de calle porque, si me detienen, se acabarían el negocio, los transeúntes y mi inmortalidad.
El plan es perfecto.
Hola, Jose
Me ha gustado tu relato, se nota tu gran evolución en estos años, tu soltura y tu seguridad escribiendo.
Chocante elección del tema del relato. Narras con sorna la estupidez de querer ser alguien recordado sin haber hecho nada para merecerlo (y, aun así, buscar opciones y creer que podrían ser válidas).
Nos llevas de paseo por la mente de este hombre que, sin saber siquiera a quién está dedicada la placa y no importarle esa ignorancia, pretende ser el centro de atención en el futuro para poder ver su nombre ahí escrito.
Veo que te empeñas en cuidar esta web. Gracias 🙂
Un abrazo.
Hola, Natalia
Gracias por leer y comentar🙏. He intentado darle un punto de humor, no excesivo, y la utilización de la 1ª persona trataba de potenciarlo. En el fondo encierra bastante drama, el que vive el personaje: ser solitario, intelectualmente capaz pero con una autoestima por los suelos que le han llevado a una vida sin sentido. Seguramente el arranque que ha tenido en el día de los hechos sea un recuerdo vago a la jornada siguiente.
Nos leemos!!