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Un simple caniche

By 29 junio 2022Jose

 

Una vez más, antes de las cuatro de la tarde, acude al establecimiento a comprar. Cuando ya tiene lo que quiere se dirige a la zona de pago. Alarga el cuello con disimulo para asegurarse de dónde está la cajera que busca, respira hondo cuando la encuentra y enfila hasta su posición. Recuerda que las primeras veces ella tenía una voz dulce y nasal. Como cada día, deja en la cinta transportadora un único producto, uno cualquiera con tal que quepa entre sus manos y, como cada día, ella espera su llegada con unos labios que ya no le saben sonreír como al resto de clientela, que sigue una cadencia anónima.

Hoy es un pincel, ayer fueron tornillos y mañana, tal vez, un grifo. Da igual.

—Buenas tardes, ¿qué tal está usted? —le dice despacio y con calidez mientras fija la mirada en sus ojos esperando encontrarla en algún lugar de su recóndito universo.

Ella, que se imagina sometida al escrutinio rutinario, lleva días desviándole la vista y evita responder. Pasa el código por el lector y, con un hilo de voz inanimado, pregunta por la tarjeta de cliente, aunque conoce la respuesta, la misma de cada jornada. Una compañera que sabe del asunto sigue de cerca el momento con la mandíbula contraída. Alrededor de ese intercambio de frases, mínimo y automático, hay silencio, vacío y mucha incertidumbre. Llega el instante en que el comprador saca monedas. Ella traga saliva. Un obstáculo, invisible a la vista humana, parece suficiente para que el dinero se derrame por entre los dedos torpes de él. La cajera llena la pausa sobrevenida con un cruce de manos. Tras recoger el botín del suelo, extiende el brazo para dárselo. Ella duda entre abrir la mano o forzar que deje la calderilla en la repisa de plástico, pero él espera unos segundos con la extremidad suspendida en el aire hasta que la chica de camisa verde finalmente cede bajo la esperanza de terminar lo antes posible. En el traspaso de las monedas las pieles se rozan lo que dura un pestañeo. Un impulso de grima recorre los circuitos del brazo de la cajera, que retira la mano con la rapidez de un calambrazo para abreviar el trámite.

—Su ticket, gracias.

—Muchas gracias a usted y… hasta mañana.

Ella no responde. La atención se le ha quedado a la altura de unos pies que parecen hundirse en un fango de amargura.

Con un pincel en el bolsillo, el hombre abandona la tienda despidiéndose de caras familiares que no se inmutan.

Una vez en el coche, sabedor de que el mejor momento del día ha concluido, saca el móvil para revisar la red social de la que es asiduo. Desliza el dedo para ver entradas recientes, pero no encuentra ninguna de su interés. Arruga los labios y lanza el aparato sobre el asiento del acompañante. Arranca el motor, se santigua y empieza a conducir. Pronto se forma una cola de coches detrás. Cuando suena el primer claxon mira por el retrovisor pero mantiene constante la velocidad. Tiene el volante agarrado hasta la asfixia con el contorno de los ojos rígido, atento a los imprevistos del asfalto. De pronto una notificación del móvil rompe su concentración. Segundos después encuentra un sitio donde detenerse y cuando lo hace la docena de conductores que le seguía le regalan pitos e insultos al rebasarlo.

Debe de haber aprovechado su descanso de media tarde, intuye. Alarga el brazo en un gesto rápido, retira con el pulgar el velo negro de la pantalla y lee: «Os voy a contar lo que me está pasando con un cliente cada día (abro hilo)».

Alma_Caricia se llama la cuenta y aquel texto provoca que el bombeo de su corazón resuene en todo el cuerpo. Desde que escribió la entrada que la hizo famosa él no había vuelto a sentir algo parecido. Sabe que si el escrito no hubiese alcanzado tal popularidad él seguiría con su vida neutra. Fue un mensaje de denuncia: un conductor atropelló a su caniche y se dio a la fuga. De vil y cobarde tildó al desconocido homicida. Él rememora la compasión que sintió por la persona que estaba detrás de esas palabras, un sentimiento latente que le guía cada día desde entonces.

Con aquel mensaje descubrió a alguien que, como a él, le gustaba dibujar retratos a lápiz, rodar en bicicleta por montaña y conocer las últimas noticias de ciencia.

Vuelve a dejar el móvil, esta vez con cuidado, y retoma la marcha aunque sigue con el pulso frenético. No hay más mensajes. Su boca saliva de impaciencia. Decide guardarse el dispositivo hasta más tarde para cuando vuelva a escribir, como hace ella de ordinario, pasadas las diez de la noche.

Se sale del vehículo y echa a andar con una energía descontrolada. Ahora sería un peligro al volante, reconoce. A cada metro que avanza en el camino se siente más cerca de su propósito. Con cada loseta recorrida una etérea coraza de valor parece ir revistiendo sus temores. Ha llegado el momento, piensa, de atreverse, poco a poco y de puntillas, no como entró en su vida: sin ella saberlo y de sopetón.

Durante el trayecto, ya con la armadura completada, sigue perfilando la siguiente fase del plan: el lunes comenzaría a tutearla, hola, ¿qué tal estás? Sería una semilla diminuta en proceso de germinación. El martes compraría el soporte para bicicletas y, con la excusa, le hablaría de la Ruta de Ojos Negros, añadiendo algo de dramatismo: una caída accidentada le habría obligado a colgar durante unas semanas su máquina. Se vendaría el brazo y cojearía, cojearía mucho y pondría cara de sufrimiento que, por cierto, la tendrá que ensayar delante del espejo. El miércoles tocaría jornada de barbecho y no diría nada más allá de un saludo corto que incorporaría su nombre, Alma. Pero seguiría con el vendaje y la cojera. Alma. Le gusta repetirlo.

Para cuando está a punto de trazar el jueves, llega a casa. Aún no son las diez pero decide echar un vistazo al móvil, sin mucha esperanza. Con sorpresa ve más entradas en el hilo. Hay cientos de personas que le han dado a me gusta y muchos le han respondido. Con los ojos en su máxima abertura se dispone a leerlas. A medida que lo hace, los párpados pierden tensión y, por momentos, su cara se va oscureciendo. Le dan ganas de maldecir pero decide seguir leyendo. En un punto, la vista se le licua y para. Tres palabras se repiten con insistencia: asco, policía y acoso. No entiende nada y su cuerpo lo guía hacia un lugar donde sentarse. Se acurruca sobre el sillón orejero del salón, con los brazos envolviendo las piernas que ya no tocan el suelo. Oculta la cara hundiéndola en el ovillo en que ahora se ha convertido. La coraza no puede con ese miedo abisal y no hay nadie que le arrulle para compensarlo. Aprieta los puños y grita, abrasándose la laringe. Las lágrimas se confunden con la saliva que, en forma de babas, cae sobre su pecho. Busca algo a que atizar y empieza a sacudir un cojín cercano. Pero el polvo, la inmensa comunidad de ácaros que llevaba una vida plácida hasta ese momento, salta por los aires, y su alergia asmática decide intervenir. Él, que ya empieza a tener sensación de ahogo, opta por dejarse llevar y morir ahí mismo. Pero, tras unos instantes, se da cuenta de lo desagradable que puede resultar un suicidio así y repta hasta el cajón que contiene varios inhaladores de salbutamol. Se da dos pulsaciones lentas a la vez que abre los pulmones para que entre la medicina con intensidad. Expandir el tórax como un pavo real en danza de cortejo es lo último que le apetece pero el instinto de supervivencia le ha llevado a hacer algo contra natura.

Le gustaría responder a todos los comentarios para que vieran lo equivocados que están. Les diría que el dolor de Alma le llegó muy adentro y quería acercarse para darle ánimos; les confesaría que cuando la vio se quedó paralizado, que se encerró en casa sin saber cómo afrontar la amalgama de emociones, la mayoría desconocida para él; y les reconocería que, una vez encontrada la determinación, planificó un proceso de familiarización, sin tener muy claro el fin. Sin embargo, se limita a repartir corazones virtuales de agrado entre los mensajes.

Apaga el móvil y lo guarda en el cajón de las medicinas junto el diazepam. Aprovecha para tomar un comprimido de diez miligramos y se acuesta. En el techo del dormitorio los fantasmas que le acompañan desde la infancia para recordarle sus pecados van pasando en procesión, increpándole por acosador. Tras un rato lidiando con ello, agotado y vencido, se duerme.

Durante unos días carga con una losa de incomprensión que solo le deja abandonar la cama para ir al baño. Cuando lo hace arrastra los pies entre la oscuridad casi total, solo aliviada por un par de hileras discontinuas de luz que se cuela entre las lamas de una persiana.

En ocasiones está tentado a encender el móvil pero resuelve cada acercamiento con un ansiolítico. Cuando termina la caja de benzodiacepinas, antes de entrar en pánico, se precipita sobre la correa de la persiana y, tras un primer intento fallido por unos brazos entumecidos, despeja la ventana para que la luz inunde el dormitorio. Las vergüenzas de un ánimo atrofiado quedan a la vista y, tras despojarse de mugre y desidia bajo la ducha, decide salir a desayunar.

Recuerda una cafetería con sofás, plantas colgando del techo y un variadísimo surtido de dulce y salado. Después de tantos días interpretando el papel de anacoreta, quiere llenar el buche. Al llegar al local, se queda una eternidad de pie a la búsqueda de un hueco. Alguien le indica una mesa individual pegada a un pilar, cerca de los servicios. Después se acerca a la barra y pide sin reparo, de lo que se da cuenta cuando el camarero le desliza una bandeja a punto de rebosar: zumo grande, tostada, café con leche y varios cruasanes. Piensa en los metros que deberá recorrer, sorteando mesas y personas hasta llegar a su sitio y demanda auxilio con la mirada porque aquel desafío no está a la altura de su coordinación muscular, menguada con tanta pastilla. El camarero, ante el estatismo del señor, se presta a llevársela con cara de saber que no le corresponde.

Doce euros más ligero se sienta de espaldas al mundo. Con los primeros sorbos al zumo, cargado de sabor y en su justa maduración, olvida el dinero que se ha dejado. Cuando está a punto de terminárselo, cinco segundos más tarde, oye una voz dulce y nasal. Su voz. Deja de comer y escucha.

—Estoy más aliviada, sí. Pero justo desde que abrí el hilo no ha vuelto aparecer por la tienda. Han pasado seis días.

—Mejor, tía.

—Ya, pero no es casualidad. Me debía de seguir por Twitter.

—Qué miedo, ¿no?

—Al principio, sí. Me sentí vulnerable. Pero ahora lo veo como una persona débil.

—Un perturbado.

—Sí, también. Pero no saber cómo ha terminado me reconcome.

Silencio. Es su oportunidad y siente que nada fue en vano. ¿Y si se presenta ante ella, le dice que no pasa nada, que él hizo todo mal, porque siempre ha sido un patán con los otros y, especialmente, las otras, tal vez, desde que en el instituto empezaron a llamarle con aquel apodo, que ahora no quiere reproducir, y que superarlo le costó mil euros de terapia que, en realidad, no sirvió para mucho más que para recalcarle lo diferente que era? Empieza a morderse las uñas; ahí hay un hito vital, lo sabe, pero tomar decisiones rápidas no es lo suyo y más ese día. Sin embargo, no puede contenerse —se le han terminado los dedos— y retuerce su espalda para saludarla cuando descubre que en la mesa de dónde provenía el diálogo ahora hay un hombre con dos niños sentándose de mala gana.

Levanta una ceja y recupera al instante la posición. Mira todo lo que le queda por comer, con la crema de café perdiendo su esponjosidad, y se vuelve a girar.

—¿Me permite el móvil solo un segundo? Se trata de un caso de vida o muerte —pide al hombre que en ese momento trata de reconciliar a los dos niños que se están lanzando servilletas de papel, convertidas en bolitas.

Sin llegar a procesar la petición por completo asiente y le acerca el aparato. Él lo toma y, tras introducir sus datos, envía un mensaje privado a Alma: no te preocupes por mí, estoy bien aunque no me siento con fuerzas de volver a la tienda. Si te parece hablamos por aquí. Firmado:  el vil y cobarde.

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