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Estamos entrando en la primavera de 2001. Laia y yo nos hemos ido a Barcelona para que ella pueda asistir a un curso especializado de fin de semana, cuyos conocimientos quiere adquirir para aplicarlos en su desempeño como higienista dental.
Óscar, mi mejor amigo del instituto, está trabajando como periodista en una revista sobre ecología que está radicada allí. Aprovechando esta circunstancia, hemos encontrado cobijo en su minúsculo apartamento situado en las proximidades del centro.

El fin de semana transcurre de forma tranquila. Me estoy dedicando a dar largos paseos, con la cabeza bien alta para disfrutar de la arquitectura y las píldoras de sabiduría que fue dejando Gaudí en forma de fachadas innovadoras.

Llega el momento de volver a Valencia. La mañana del domingo, Óscar nos deja solos en el apartamento. La salida del tren está fijada para media tarde así que nos tomamos con tranquilidad el día. Nos acercamos a un ultramarinos para abastecernos de alimentos. Volvemos al piso, cocinamos algo sencillo y frugal, comemos y, siguiendo con el ritmo agradable, nos preparamos unos tés, aprovechando que vamos bien de hora.
Recogemos todo el apartamento para que Óscar se lo encuentre arreglado y agarramos las dos maletas con ruedas para dirigirnos a la parada de metro. Bajando las escaleras que dan acceso a los tornos donde se pasa los billetes noto un leve hormigueo en el estómago. Es la sensación habitual cuando inicio un viaje así que no le doy mucha importancia. Miramos bien la dirección y nos ponemos en el andén correcto. Echo un vistazo al reloj. Faltan cuarenta minutos para que salga el tren. Bien. Compruebo a qué distancia estamos y me llevo una sorpresa. ¡Diez paradas para llegar a Sants! Que no cunda el pánico. Al menos no hay que hacer transbordos. Le hago algún comentario a Laia al respecto pero de forma aséptica como el que le dice la hora a un desconocido. El metro llega pasados cinco minutos. Alivio. Observo las caras de los aburridos transeúntes, algo cabizbajos, quizás porque saben que al día siguiente ya es lunes. Vuelvo a verificar la hora. Han pasado diez minutos. En la cuarta parada, el metro se detiene durante cinco o seis minutos; no debe ser habitual porque percibo sorpresa en los gestos de algunos pasajeros, que no tienen aspecto de ser turistas. Me da la sensación que las paradas están muy separadas unas de otras pues se me hacen eternas las distancias. No quiero coincidir con los ojos de Laia pero presiento que, como yo, anda agobiada. Empiezo a notar una leve presión en la sien, síntoma claro de preocupación. Me quiero relajar porque de lo contrario esa presión se convertirá en una punzada aguda que no desaparecerá hasta el día siguiente. Empiezo a hacer inhalaciones profundas pero el ambiente está cargado con todo tipo de olores desagradables. Me quiero alejar del pensamiento que me genera esa sensación aversiva pero no estoy en condiciones de hacerlo porque, por otro lado me brota el pensamiento de la hora y el tren. Me sobra toda la ropa de los calores que me están entrando. Llevamos seis paradas y faltan veinte minutos. En la siguiente parada, hay sendas correspondencias con otras dos líneas que cruzan de norte a sur la ciudad aunque después se separan formando una equis irregular. Tal vez por ese motivo, sube una muchedumbre entre la que se hace de notar un grupo bien ruidoso de adolescentes. A nuestra premura se une la incomodidad que me generan las voces elevadas.
Llegamos a la octava parada. Faltan diecisiete minutos para la salida del tren. Apenas nadie baja en las dos últimas paradas. Parece que Sants sea el destino de todos los ocupantes que quedamos, sobre todo los que acarrean maletas y otros bultos.
Cuando se detiene el metro, las señales nos indican la boca más alejada de nuestro vagón. Quedan nueve minutos y la incertidumbre de saber llegar al andén del tren con destino Valencia. El paso acelerado y la pesada maleta está pasando factura a Laia que jadea. Vamos sorteando el trasiego de gente, subiendo escaleras con el equipaje en volandas y los ojos bien abiertos para no dar un paso en falso, aunque producto de nuestra aceleración nos confundimos un par de veces.
Según mi reloj, quedan tres minutos para que el tren se marche… o eso pensaba yo porque en el momento de llegar al andén, vemos partir nuestra esperanza, mirando con cara de sorpresa a la azafata que terminaba su jornada laboral. “¡Ha salido dos minutos antes!” le asevero con vehemencia pero sin obtener respuesta; debe estar entrenada para ser diplomática empleando solamente las cejas.
Con las manos en la cabeza, tratamos de recuperar algo de aliento, asimilando lo que acaba de ocurrir y teniendo claro que mañana no podemos faltar a nuestros respectivos trabajos, sobre todo yo, que llevo una semana contratado.
Dada la urgencia, nos precipitamos sobre varias casas de alquiler de vehículos. Con la desesperación visible en nuestros rostros, entramos en la tercera tienda. Una vez allí, escuchamos cómo la dependienta dice a una pareja de jóvenes -recién terminada la adolescencia- que hay un coche disponible. Nos miramos rendidos. Por algún motivo, no salimos con celeridad del local. Permanecemos allí con nuestros silencios, en espera de algún milagro. En ese momento, el chico que estaba siendo atendido, de origen magrebí, se nos acerca y pregunta:
—¿Dónde os dirigís?
—A Valencia.
—Genial, amigo. Nosotros vamos a Castellón. ¿Compartimos coche y vosotros lo devolvéis en la oficina de Valencia?
—Eh,…
—Nos interesa a todos. Es el único coche que queda.
Nos debe haber visto la cara de duda pero realmente es una situación desesperada y, siendo que no hay plazas libres en ninguno de los autobuses que sale, el último a las once de la noche, tomamos la decisión.
—De acuerdo, compartimos.
La siguiente dificultad que aparece es que sólo admiten tarjeta de crédito y la mía es de débito. Hago dos llamadas, una a mi recién estrenada jefa, para hablarle de la situación, y otra a un conocido, amigo de mi familia -porque nadie más me cogía el teléfono-, para que le confirme a la trabajadora del alquiler de coches que soy de fiar. Realmente rocambolesco. El caso es que funciona, aunque creo que ha pesado más la compasión que le hemos generado.
Por fin tenemos el coche, un Seat León de color negro. Lo conduzco yo. Funciona como la seda. Cuando ya llevamos unos kilómetros, el joven nos va contando. El padre de la novia, una chica bajita y con la cara dulce, se opone a la relación que tienen. En un punto del camino le llaman al móvil y habla en árabe. Al colgar sigue la conversación que habíamos dejado pendiente.
— Yo tenía un coche como este, pero me entrompé a doscientos por hora. Los dos coches que he tenido, siniestro total. Ahora ya no puedo conducir porque me retiraron el carnet y casi me pillan sin papeles. Ya no me arriesgo.
—¿Y tu novia no tiene carnet?
—No. Le da miedo conducir.
Nos miramos de reojo, Laia y yo. Acabamos de descubrir por qué nos ofreció compartir coche. Realmente, me da igual. Nos ha salido más barato el alquiler y más teniendo en cuenta que hemos desaprovechado el billete de vuelta del tren.
Unos kilómetros antes de llegar a Castellón, y tras otra conversación telefónica con un compatriota suyo, nos pide que les dejemos en un polígono a las afueras de la ciudad. Nos surgen las dudas, mi pareja y yo nos miramos como podemos y gesticulamos con sutileza. Nos planteamos si estamos compartiendo coche con un delincuente a juzgar por las cosas que nos ha estado diciendo. Creo entender que Laia pretende que se bajen del coche rápido, cojan sus maletas y nos larguemos antes de que puedan hacer cosas raras.
Me doy cuenta que cuando vayamos a parar yo también me tendré que bajar para comprobar que se llevan solo sus pertenencias. Hay dos personas esperando. En medio de la noche, la sensación que tengo es que se trata de otros dos magrebíes que, a diferencia de Hamed, son corpulentos. Tengo que parar, no me queda otra. Percibo la intranquilidad de Laia. “Seré rápido”, le musito. Saludo a sus amigos que me responden con cortesía, abro el maletero, descargo sus bultos y me despido dándoles las gracias por todo. “Que os vaya bien, chicos”.
Con el motor todavía en marcha, retomamos el camino. Pasados unos minutos, nos empezamos a reír, descargando toda la tensión del día.

Join the discussion 8 Comments

  • Jose Romero dice:

    al final, sí encontré algo autobiográfico aunque hay cosas que olvidé, como la cantidad de paradas exacta y he tenido que innovar. Pero en general, todo pasó así.

  • Carlos dice:

    Hola Jose,
    se lee muy fluida y esta muy bien la historia crea nervios y tensión. Aún así me sorprende mucho que los acompañantes estuvieran alquilando un coche si no saben conducir.
    Yo creo que no hubiera arriesgado a llamar a mi jefe el domingo por la noche, ¡parece que vas buscando historias para contar!
    Enhorabuena

    • Jose Romero dice:

      Gracias, por la dedicación de leer. El chico sí sabía conducir y tenía carnet pero se lo habían retirado. No sé realmente qué demonios hacían allí, a no ser que nos estuvieran esperando. Hay gente muy pilla.

  • Natalia dice:

    Hola, Jose
    Qué pesadilla perder el tren y tener que improvisar otra forma de llegar a casa… Yo soy de las que voy con mucho tiempo, para que no me pase esto 😛
    He sentido la incertidumbre, la tensión de correr para no perder ese tren, el fastidio de perderlo, buscar la alternativa para la vuelta, con gente sospechosa… Me has tenido en tensión todo el relato hasta el final.
    Enhorabuena.

  • Jorge dice:

    Hola Jose.
    Tu relato está bien escrito. Se lee fácil y está ordenado.
    Nos cuentas vuestras peripecias y nos dices como os sentisteis en cada momento. Nos dejas empatizar con los dos protagonistas y conocer sus diferentes opiniones y puntos de vista.
    Los sentimientos en el metro, la situación creada con los acompañantes del coche, la tensión liberada con esas risas al librarse de ellos. Todo está bien ambientado. Tu historia está limpia, clara y bien contada.
    Yo tengo una opinión que es debatible, por supuesto, y que quiero compartir. Cuando voy a ver teatro, me suele gustar que el escenario esté lleno de buenos decorados, buen vestuario y buen atrezzo. Por supuesto, la historia y los actores es lo más importante, pero todo lo demás acompaña enormemente. Si por el contrario voy a ver una obra minimalista con una mesa y dos sillas metálicas, pues esto hace que la historia y los actores estén obligados a ser perfectos para acabar con buena sensación.
    Hay quien opina, que todo lo de alrededor no deja ver la esencia de las historias, ni el trabajo de los actores, pero yo creo que las cosas, además de buenas, mejor que estén bien adornadas.
    Tras este rollo, voy a tu texto, del que ya he dicho que me ha gustado y está bien escrito. A mí me hubiera gustado tener más adornos. Por ejemplo, esos adolescentes del metro que luego hubieran aparecido otra vez por Sants y os hubierais tropezado con ellos. O que te hubieras encontrado con una pareja de chinos en el metro que luego acaban por quitarte el penúltimo coche y entonces te vieras empujado a coger el que finalmente coges. Yo que sé. Son mini-subtramas que ayudan a que la trama principal quede tupida entre otros fragmentos de vida.
    Ya sé que venimos enseñados del “menos es más”, pero esto lo prefiero aplicar a no dar información redundante, a no explicar, por ejemplo, de que trabajaba tu amigo, me basta con saber que os dejaba la casa.
    Sin ánimo de intentar convencer, y no solo dirigiéndome a ti. Me ha salido así. Lo siento.
    Siempre es un placer leerte.

    • Jose Romero dice:

      Muchas gracias, por leerme y por el esfuerzo de ayudarme a crecer. La sugerencia que me propones me la anoto. Reconozco que tengo dificultades para hacerlo pero bueno es cuestión de proponérselo. Veo que tú la dominas en tus escritos. Iré bebiendo de las fuentes que cada uno de vosotros representáis para mí.

      Un abrazo.

  • Alberto dice:

    No hay nada más relajante que dejar a dos desconocidos en un polígono industrial por la noche, donde hay otro par de fornidos desconocidos esperando, jejeje… había motivos para descargar la tensión con unas risas.
    Lo que más me ha gustado es el rato de tensión en el tren. Especialmente por contraste con la relajación de la que veníais, y que está muy bien transmitida. Y los minutos, parada a parada, llegan al lector con fuerza. Qué viaje más largo y qué tensión… confiaba en que ibais a llegar a tiempo, pero no. Se te dan bien los ‘momentos de tensión’, como en aquel ejercicio del curso.
    En lo literario, me resulta ya muy familiar tu estilo. Es recargado en frases como ‘cuyos conocimientos quiere adquirir para aplicarlos en su desempeño como higienista dental’. Es cierto que yo tiendo conscientemente a eliminar complicaciones de las frases que escribo. Por supuesto, cada uno es libre de buscar su estilo, pero creo que es un consejo bastante recurrente, en redacción, el de simplificar (que no implica hacer frases simplonas, ni mucho menos). Sin más, te dejo el apunte como lector.
    Nos leemos.

  • Yuri dice:

    hola Jose,

    Buen texto y muy ambicioso. Ambicioso porque cuentas muchas cosas, y entre ellas hay dos grandes momentos de tensión: el del tren y el del polígono. La verdad es que has conseguido meterle buen ritmo, se notaba tensión cuando había que notarla, y a más lees más te dan ganas de saber que va a pasar después. Por mejorar (recalco el mejorar, porque de corazón no creo que el texto este mal ni mucho menos), como Jorge yo también creo que más detalles hubieran ayudado al texto, especialmente en la escena final del coche y el polígono. ¿Porque en esa? No lo sé. Mi intuición me dice que aunque es una escena difícil de detallas por la oscuridad, ese momento tan tenso te hubiera dado para jugar con nosotros como lectores esperando con la respiración contenida a ver como salias de aquella.

    Enhorabuena por el texto y un abrazo,

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