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Lolo camina a saltos junto a su padre por el centro comercial. Se están acercando a la ludoteca, un espacio colorido de tres pisos con toboganes en espiral, colchonetas, tirolina y muchas, muchas bolas. Las pupilas del niño no caben en sus ojos y los extremos de su sonrisa parecen querer tocarse por el cogote. Intuye que va a ser una gran tarde.

—¡Papá, muchas gracias por traerme! —le dice tirando de su brazo para obtener respuesta.

Pero el hombre tan solo asiente con un movimiento leve de cabeza. A su memoria le viene el conflicto que tuvo esa mañana con su hijo cuando, por una nimiedad propia de un crío, lo zarandeó, dejándole marcas en los brazos.

Acelera el paso y el niño, que también quiere llegar lo antes posible, tiene que correr para seguir el ritmo.

Cuando se topan con el mostrador, da los datos a la joven que atiende: su nombre, el DNI y el número de teléfono.

De espaldas a la escena, detrás de un pilar, hay una mujer sentada. Lleva un rato en ese banco, sola, con los pensamientos meciéndose en su cabeza mientras no deja de fijarse en toda la gente que transita por la galería comercial con bolsas de ropa que seguramente no necesiten. Enseguida repara en la voz grave pero inerte del hombre que acaba de llegar junto a un niño. Asoma la cabeza, sin ser vista, y ve un tipo alto, delgado y con un atractivo decadente, quizás remarcado por su ropa negra. Lleva puestas unas gafas de sol y, por momentos, las palabras salen encogidas, ahogadas, de su boca. Desde luego, algo le pasa, piensa ella.

Por alguna razón, retiene todos los datos que él ha proporcionado a la monitora. Saca el móvil y los anota. Vuelve a mirar con discreción al hombre que, en ese instante, eleva a su hijo a las alturas y le da un abrazo eterno, sin llegar a decir nada. Mientras se marcha, escucha que se sorbe los mocos.

Los grandes ojos del niño son tan azules que le confieren un aspecto muy saludable y ella se queda enganchada en sus pensamientos, pero pronto repara en la distancia que le separa del padre y se levanta con agilidad. Guarda el móvil y decide seguirlo. Se apresura para no perderlo de vista y el corazón le bombea más fuerte. Observa que se dirige a los aparcamientos en los sótanos. Ve cómo valida su ticket y se sube a un coche.

Qué está haciendo, murmura. Sospecha que pasa algo y toma su vehículo con la intención de descubrir el qué. Tiene una hora y media hasta que salten las alarmas en la ludoteca.

El hombre sale de la ciudad y se desvía hacia la bajada del Mareao, la carretera que lleva a las calas, frente al inmenso mar, después de descender quinientos metros de desnivel. Le cuesta seguirlo dada la velocidad de conducción. La secuencia de curvas se alarga antes de alcanzar la parte más recta, unos cien metros, hasta el siguiente giro a derechas. El hombre aprovecha para poner el coche a ciento cuarenta quilómetros por hora en un tramo de sesenta. Las luces de freno no se activan en ningún momento y la distancia entre ambos coches se extiende a cada metro. Cuando llega el momento del giro, el coche sigue recto, atraviesa el quitamiedos y se despeña por el acantilado.

Ella se detiene dando un frenazo. Durante unos segundos no reacciona hasta que piensa en el niño. Hace un amago de sacar el móvil del bolso pero detiene el movimiento del brazo y maniobra para volver sobre sus pasos.

Cuando llega a la ludoteca, el corazón le tamborilea por la carrera que se ha marcado desde los aparcamientos. El miedo a que alguien se adelante ha dominado el ritmo de sus piernas. Desde fuera del parque busca entre el caos infante al hijo del suicida. Tras un rato da con él, en cuyas mejillas han brotado dos círculos rojos por jugar como si no hubiera un mañana, como si aquella fuese la última vez que saltase, corriese y se deslizase por un tobogán.

Desde un lateral, a través de la red que delimita la zona impidiendo el paso, la mujer chista al niño.

—Chss, Lolo, ¡hola!

—¿Quién eres?

—Soy Carmen, amiga de tu padre. Menudo parque más chulo, ¿eh?

—¿Dónde está papá?

—Por eso estoy aquí. Me ha dicho que no puede venir y que te lleve a casa, que él volverá enseguida.

—No te conozco y papá dice que no puedo ir con extraños.

La mujer resopla y saca una sonrisa de circunstancias.

—Mira, tu padre no está bien y tenemos que ayudarle. Juguemos a que soy tu mamá y me abrazas cuando me veas.

—Mi mamá está muerta.

La mujer traga saliva y reacciona con rapidez.

—Ya lo sé, cariño. Recuerda, soy amiga de tu padre. No te voy a insistir más. Llamo a tu padre para decirle que venga otra persona a por ti y ya está.

Ella deja de hablar, saca una barrita de chocolate con frutos secos y empieza a desenvolverla. Coge el teléfono fingiendo que habla con el padre de Lolo mientras mordisquea el dulce.

El niño, que no ha dejado de mirarle el delicioso tentempié, salta:

—¡Espera, dile a papá que me voy contigo!

—Oye, que ahora dice que sí. Tranquilo. Sí, sí. De acuerdo, nos vemos en un rato. Adiós.

Como habían pactado, Lolo muestra efusividad en su papel de hijo con madre. La abraza y la cose a besos. Por un instante se olvida de que es una extraña porque ella juega muy bien a ser madre y también lo besa con devoción.

De camino al coche, el niño devora una de las chocolatinas que la mujer le ha dado.

A la ludoteca, lejos de su posición, llega el tío de Lolo, alertado por el mensaje que recibió de su hermano, unas palabras que habían sonado a despedida.

—Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien —confiesa el niño, que levanta la cara y le dedica una sonrisa amarronada.

La mujer le sonríe, pero le viene la imagen del coche precipitándose por la ladera de la montaña y nota en la garganta el paso obstruido de secretos. Ve ternura en los ojos del pequeño, y de inmediato se esfuerza por abortar cualquier conato de acercamiento hacia él.

Espera a llegar al coche, a tener a Lolo bien abrochado en la silla infantil, a que el silencio haga olvidar que allí hay un alma con una vida por delante. Cuando ello ocurre, mete la mano en el bolso y saca el móvil para mandar un mensaje.

—Voy a avisar a tu papá para que sepa que vamos a casa ya. Duérmete un poquito, si quieres.

Templa el ánimo, toma aire y escribe: «Ya tenemos donante, jefe. Nos vemos en su casa».

 

 

 

 

 

 

 

Join the discussion 4 Comments

  • Jorge dice:

    Hola Jose.
    La historia es muy redonda y esta muy bien escrita. Felicidades.
    Fíjate tu que varias veces he pensado, ¿pero como van a dejarla sacar al crio? y yo mismo me contestaba que por supuesto, que ahi no controlan nada.
    Sin querer, como lectores nos ponemos en la situación de la protagonista y queremos, primero como curiosos ver que le pasa al hombre y luego queremos salvar al niño a toda costa.
    La historia funciona y el final impacta.
    Ahora viene algún Pero y tu haces lo que quieras. Yo creo que nos tienes que preparar al lector, sin que se note y sin jodernos la sorpresa, claro. Por ejemplo el dato de que la madre esta muerta hay que darlo en algún momento del principio y no tan cerca del final, porque si no parece como en las películas mala que siempre hay un médico cuando se necesita.
    Otra cosa que yo intentaría blanquear es “por qué” elige a este niño y a este señor la protagonista. Algún detalle que luego nos haga decir al llegar al final:”aaaaaaahhh, por eso era que …..”

    Repito el relato está muy bien y me ha gustado y me ha impactado, todo lo demás lo puedes tirar a la papelera.

    Enhorabuena.

    • Jose dice:

      gracias por leer tan deprisa.
      Me alegro que las sensaciones sean positivas y, respecto a los peros, pienso cómo solucionarlos. El tema de que sea huérfano de madre quería mantenerlo oculto hasta ese momento, pensando que tendría más fuerza. Veo cómo lo hago. Respecto a la razón por la que elige a ese niño parece que han sido las circunstancias. Aun así, intento mejorarlo.

      Un abrazo.

  • Natalia dice:

    Hola, Jose
    Me ha gustado tu relato. Llevas bien al lector, enfocando lo que te conviene, y generas expectativas sobre hacia dónde irá la historia. Engancha.
    Creo que está bien escrito y que vas puliendo tu estilo a marchas aceleradas.
    Reconozco que no esperaba el final, imaginaba quizás a una mujer que no puede tener hijos o que ha perdido a un hijo y quiere volver a sentirse madre. Hasta el final creía que iba a hacer una “buena obra”, pero no ha sido así.
    Pones sobre la mesa muchos temas difíciles: la muerte de una madre con un hijo pequeño, el desespero o la depresión de su pareja (quizás por no verse capaz de cuidar al niño o quizás por no poder superar la muerte de ella), el tráfico de órganos y sus mafias, la vulnerabilidad de los niños en este mundo… Temas peliagudos que a veces nos vienen a la cabeza e intentamos quitárnoslos de ahí enseguida para no angustiarnos.

    En lo formal, una tilde y una coma:
    Ve cómo valida su ticket
    confiesa el niño, que levanta la cara

    Enhorabuena por el trabajo 🙂
    Un abrazo.

    • Jose dice:

      gracias por leer y responder tan rápido. Me gusta que veas que voy puliendo el estilo. Quizás tenga que ver escribir sin parar aunque sean relatos más pequeños. Encuentro que este escrito requería eliminar artificios a diferencia de si el texto fuera en primera persona con mucha carga de actividad mental del personaje.
      De todas formas, voy a pensar si le doy otro final más amable, sin perder la perspectiva de los peligros que hay alrededor de un niño y más si se utiliza la manipulación.

      Un abrazo.

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